Capítulo 4

Aquella mañana estaba en uno de los puentes que recorren el gran lago del centro de la ciudad, sentada sobre la ancha baranda de piedra, totalmente concentrada en dar la impresión de estar meditando mientras pensaba en las musarañas, cuando escuché un revuelo en las puertas principales. Un grupo de curiosos se estaba congregando allí, y cuantos más se agrupaban, más transeúntes sentían ganas de descubrir qué pasaba. Una compañera del Templo, cuyo nombre nunca fui capaz de recordar, se fijó en mí al pasar por el puente y me explicó a qué se debía el alboroto. Un enviado de Azeroth acababa de entrar en la ciudad. Aunque no solía escuchar a mis mentores, sabía la suficiente geografía para imaginarme que hablaba de un humano. Sentí una inmensa curiosidad. Nunca había visto a ningún ser de otra raza (sin contar a los furbolgs, claro). Claro que sabía lo que era un humano. Me habían hablado de su corta estatura, su mezquindad, el poco contacto con la naturaleza que les caracterizaba. Talaban los árboles, secaban los ríos y horadaban la tierra con una notoria despreocupación, y su ambición había causado la caída de su reino y la casi destrucción del mundo entero. Información que era más que suficiente para que hubiera odiado a los humanos; pero claro, mi mente de adolescente, ansiosa por contradecir a sus mayores, se moría de ganas de tratar con uno de esos seres.
Mi compañera y yo tuvimos que irnos al Templo en vez de a las puertas de la ciudad a curiosear, como yo deseaba. Allí, la Alta Sacerdotisa a la que estaba asignado mi grupo nos dio la noticia. Al día siguiente, el humano, que parecía ser un hombre importante por como hablaban de él, visitaría el Templo de Elune. Deberíamos tener especial cuidado con nuestro atuendo y comportamiento, para causarle la mejor impresión posible.
Ese cambio de actitud hacia los humanos por parte de mi tutora me habría sorprendido bastante de no haber estado yo tan ilusionada con el anuncio. Según volví a mi habitación, tras unas clases en las que había estado más dispersa que de costumbre, saqué la túnica de aprendiz para las ceremonias y la colgué de una percha, alisando todas las arrugas que veía y comprobando centímetro a centímetro de tela que no hubiera ninguna mancha. La mañana siguiente me levanté con tiempo para lavarme a fondo todo el cuerpo y cepillarme la melena hasta que ni un solo pelo quedó fuera de su sitio. Llegué la primera al Templo, y mostré una diligencia a la hora de prepararnos para la recepción que sorprendió a mi tutora. No podía soportar la expectación.
Y todo esto para que, de pronto, sin ningún tipo de ceremonia, apareciera un personajillo contrahecho, casi más ancho que alto, enfundado en una aparatosa armadura roja que lejos de ennoblecer su aspecto le hacía parecer aún más mezquino. Una cicatriz le cruzaba la cara, similar a la de un cerdito, desde la ceja derecha hasta la comisura izquierda del labio. Pasó dando traspiés junto a nosotros sin dedicarnos ni una mirada, y con unos pequeños ojos grises que solo reflejaban desprecio se dirigió al alto sacerdote que presidía el comité de bienvenida. Al hablar, su voz sonó como el ruido de la madera rozando contra corcho. Me decepcionó profundamente, y con la decepción también sentí un total desinterés por él. Si los demás humanos se le parecían, bien podían pudrirse todos en Azeroth, que para hacerme desprecios ya tenía yo a mi tutora. Desobedeciendo, desvié la mirada del humano, de donde nos habían advertido que no apartáramos los ojos, y la dejé vagar por el Templo, en busca de alguna distracción que me hiciera la recepción un poco menos pesada.
Y entonces le vi.
Supuse que debía ser alto para un humano, porque además de sacarle más de dos cabezas al caballero, era casi de mi estatura, si bien es cierto que yo siempre he sido algo baja para ser elfa. Estaba a un lado del grupo de sacerdotes, sin armadura, sujetando un estandarte rojo y blanco, muy digno, como orgulloso de estar haciendo aquello. La juventud de su rostro y la sobriedad de sus ropas, junto con el hecho de que se le dejara al margen de la ceremonia, me hicieron suponer que sería el escudero, por mucho que su actitud no casara con mi suposición. Tenía el pelo negro, liso y largo, y lo llevaba recogido en una coleta baja. Un flequillo lacio le caía sobre unos grandes ojos azules, enmarcados por un rostro de pómulos marcados, nariz recta y boca grande. Si bien ni se acercaba a la belleza de un rostro elfo, combinaba la rudeza de lo masculino con una suavidad de rasgos que me pareció rara en un rostro de hombre. Le estuve mirando durante un rato, pasando de su atuendo a su cara, de su cara al estandarte, del estandarte a su atuendo. De hecho no podía apartar los ojos de él.
Debió sentir que lo observaban, porque de golpe desvió la vista del frente, y giró la cabeza hacia mi. Yo me sorprendí tanto que pegué un brinco y solté un gritito, lo que provocó risas en mis compañeras de fila y un susurro de desaprobación en nuestra tutora. Volví de inmediato la vista al hombre-tapón, pero según noté que ya no se me vigilaba, no aguanté ni cinco segundos antes de volver a mirar al escudero.
Él también estaba mirándome.
Aquella tarde la acostumbrada charla sobre mi mal comportamiento adquirió un tono mucho más fuerte. No se me podía dejar sin castigo tras haberle dejado tan mala impresión de nosotros al caballero. Me dieron ganas de responder que qué iba a haber pensado, si ni siquiera se había dado cuenta de que estábamos allí, y que a qué venía tanta hipocresía tratando a un ser que detestaban como si fuera un dios. Pero callé, agaché la cabeza y aguanté el chaparrón. A partir del siguiente día entraría una hora antes a clase, saldría una hora después, no podría salir de mi habitación tras el ocaso, y me quedaría dos noches al mes en vela en el Templo, haciendo ejercicios de meditación. A ver si por fin conseguían sacar algún provecho de mi. El Don de la Diosa siendo desaprovechado de aquella manera alcanzaba cotas de sacrilegio.
Y mientras me reprendían, yo solo podía pensar en el humano.
El único al que hablé de esta inquietud fue mi maestro de historia. Era joven, había sido nombrado sacerdote recientemente, y mi rebeldía, en vez de enfadarle, le hacía gracia. Decía que él de niño – ahí yo siempre soltaba indignada que de niña nada – él se parecía a mi. Y por cómo se comportaba algunas veces, yo habría dicho que seguía pareciéndoseme. A mi me hervía la sangre pensando en ello, y me moría de ganas por compartir mis impresiones con alguien; pero intuía que, aparte de él, cualquier otra persona que se hubiera enterado le habría ido con el cuento a mi tutora a los cinco minutos. Esperaba de él ya no comprensión, sino solo discreción.
Pasaron dos semanas sin que pudiera reunir dato alguno sobre el escudero, pero es que tampoco podía buscar en condiciones. Entre que el castigo me dejaba solo las tres horas siguientes al alba libres, y que temía que si era clara preguntando alguien sospechara de mis intenciones, se me habían pasado quince días sin haber hecho prácticamente nada por encontrarlo. Incluso llegué a pensar que ya se habrían marchado de Darnassus.
Y la noche del decimosexto día me tocó pasar mi primera noche despierta en el Templo. Uno de los Mayores estaría conmigo, para asegurarse de que cumplía el castigo. Así que cuando, después del ocaso, me senté en una de las losas cerca del Pozo de Luna y empecé a fingir que meditaba mientras me concentraba en unas grietas del techo, lo último que me esperaba era que quien me vigilaría iba a ser mi profesor de historia.
- Buenas noches, Ónice
Giré la cabeza, sorprendida. Pensaba que sería mi tutora la que aparecería, o uno de los Altos Sacerdotes. Un Recién Nombrado no tenía rango para supervisar a una aprendiz.
- Amrod, qué…?
No supe cómo preguntar, y además él me ignoró tan intensamente que preferí callar. Se sentó frente a mi, en una losa que había a unos metros de distancia, y se abstrajo de todo lo que le rodeaba con una rapidez pasmosa. Yo tardé bastante en reponerme de la sorpresa, y para cuando ya casi había conseguido volver a concentrarme, de pronto Amrod va, se levanta, y sin siquiera mirarme sale del Templo. Yo no sabía qué pensar. Me imaginé que igual era una trampa para sorprenderme incumpliendo el castigo, pero con Amrod involucrado…
Opté por la cautela y seguí fingiendo que meditaba mientras mi cerebro intentaba encontrar una explicación plausible a todo aquello. No sé si pasó poco o mucho tiempo hasta que oí a alguien entrando en el Templo. Alguien que hacía demasiado ruido al andar para ser un elfo. Me volví y le vi, de pie, unos metros detrás de mi, con el cabello despeinado y cara de sueño. Pero no noté que se sorprendiera de verme allí, y me miraba como si me reconociera.
- … Hola…? – Levantó la mano en un dubitativo saludo. Igual se preguntaba si entendería el Común. Yo me quedé pasmada, mirándole como si acabara de ver un fantasma, mucho más tiempo de lo que los modales aconsejan. No entendía nada de lo que estaba sucediendo.
- El otro… elfo – dudaba si referirse así a él - … me dijo que estarías aquí esta noche…
- Amrod?
- Si, eso – Avanzó un paso hacia mi. Yo me asusté y pegué un salto hacia atrás – No, por favor, no te asustes… - Se notaba que no tenía la menor idea de cómo comportarse. Optó por no acercarse más. Alargó el brazo derecho en mi dirección.
- Mi nombre es Damodar. Damodar Brightblade – compuso una sonrisa – Encantado de conocerte
Yo me quedé mirando su mano, preguntándome qué narices estaba haciendo, si saludarme o reírse de mí. Decidí que era lo primero, así que me levanté y alargué mi mano derecha hacia adelante.
- Yo me llamo Ónice Starbreeze
Ante mi gesto, el humano comenzó a sonreír, primero solo un poco, luego cada vez con una sonrisa más amplia, hasta terminar soltando una carcajada. Me sentí ofendida. De qué se reía aquel mequetrefe??
- Nunca antes has saludado a un humano, verdad? – me preguntó mientras se limpiaba las lágrimas que le había producido la risa.
- Y a ti qué te importa – No me apetecía que pensara que era tonta, así que me puse borde.
- Mira. Pon el brazo así – Volvió a alargar el brazo igual que antes. Yo mantuve los brazos en jarras, sin hacerle caso. – Anda, trae – Me cogió el brazo derecho por la muñeca, lo estiró hacia sí, y estrechó mi mano con la suya, dando un suave apretón – Ves? Esto es darse la mano. Así nos saludamos los humanos.
Yo me había puesto roja de vergüenza, y estaba mirando su mano, que aún sujetaba la mía, como si tuviera alguna enfermedad contagiosa. Cuando se dio cuenta, que fue muy tarde para mi gusto, me soltó y dio un paso hacia atrás.
- Perdona si… - Bajó la vista en señal de disculpa, con tan mala fortuna que sus ojos se dieron de lleno con mi busto. Yo llevaba un escote bastante amplio, así que al sentir dónde miraba reaccioné tapándome el pecho con los brazos. Él levantó la vista con cara de susto – Lo siento… De verdad que no pretendía…
Me quedé mirándole, componiendo mi mejor cara de indignación, aunque mi primera reacción ante lo ocurrido había sido echarme a reír. Los dos redondelitos oscuros que se movían en sus globos oculares me fascinaban. En realidad me fascinaba todo él. Me preguntaba cómo dos seres de la misma especie podían ser tan distintos como él y el caballero al que acompañaba.
- Cómo es que Amrod te dijo dónde encontrarme? – Pensé que lo mejor sería cambiar de tema. Me senté en el suelo, aún con un brazo tapándome el escote, y le invité a hacer lo mismo. Resultó que Amrod había hablado con él sobre su impresión de Darnassus, y entre otras muchas cosas él mencionó a una elfa que se le había quedado mirando mientras visitaba el Templo de Elune. Le pareció curioso un comportamiento tan informal en una elfa, y encima sacerdotisa. Seguramente yo ya le había confiado a Amrod mi secreto por el tiempo en el que habló con el humano, porque le dijo que esa elfa también tenía curiosidad por él, y le preguntó si le gustaría conocerla.
Y bueno, teniendo en cuenta que estaba en el Templo conmigo, me imaginaba que habría respondido que sí.
No recuerdo mucho más de aquella noche. Sé que hablamos, y bastane. Pero yo sobre todo miraba sus ojos, su rostro, cómo gesticulaba al hablar, cómo se le revolvía el lacio cabello con la brisa nocturna.
Casi al alba se oyó un golpe seco fuera del Templo, y como accionado por un resorte el humano se levantó, se despidió con un gesto, y salió corriendo. Menos de diez segundos después, Amrod apareció por donde se había ido el escudero, y se sentó donde lo había hecho a primera hora de la noche, ignorándome aún más que antes.
Para mi sorpresa, la tarde siguiente mi tutora me reprendió por no haber cumplido debidamente el castigo. Me pregunté si había sido Amrod quien se lo había dicho, o si alguien me había visto hablando con el humano. Casi maldigo en voz alta cuando me aumentaron las noches en vela en el Templo a dos por semana, y casi chillo de emoción al oír que “el propio Amrod” se encargaría de que de ahora en adelante cumpliera el castigo como era debido. Algo tramaba mi profesor, y yo no tenía ni idea de lo que era, pero aquella noche recé a la Diosa para que su plan nos incluyera a mi y al humano.
Seguramente, si hubiera sabido que su plan le iba a terminar estallando en la cara, no habría hecho tantos esfuerzos para que Damodar y yo trabáramos amistad.
Durante mes y medio estuve pasando dos noches a la semana con él, sentados uno frente al otro en el césped del Templo, hablando. A veces también le veía aparecer cerca de mi habitación, al alba, para acompañarme en las pocas horas libres que tenía antes de comenzar mis clases. Él hablaba sobre Azeroth y sobre su querido Lordaeron con nostalgia en la voz. No me quedó claro si había vivido o no allí antes de que cayera en manos del Azote, pero por la pasión con la que hablaba de vengarse de ellos, bien podía ser que sí. Los juramentos, la furia contenida en su voz cuando me explicaba las masacres realizadas por los No Muertos, la emoción con la que hablaba de hacerse paladín… Todo lo que decía y cómo lo decía me encandilaba. Jamás había conocido a alguien tan pasional. Y el detalle de que fuera de otra raza hacía que me gustara más aún tratar con él. Yo no tenía historias que contar, después de haberle explicado parcamente cómo había acabado de aprendiz de sacerdotisa, pero comencé a enseñarle la poca magia divina que por entonces conocía. Pasábamos horas intentando que repitiera correctamente los versos de un hechizo, o de que se concentrara lo suficiente para poder llevarlo a cabo. El caso es que nos fuimos haciendo cada vez más íntimos… Igual un poquito demasiado íntimos.
Me acuerdo como de un sueño de aquella última noche. Damodar me hablaba, con la cara encendida por el entusiasmo, de que habían comenzado a preparar su partida, y que seguramente al llegar a Azeroth comenzaría su adiestramiento. No creo que yo dijera nada en toda la noche, porque el nudo que tenía en la garganta me impedía hablar. Y tampoco habría sido bueno poder hacerlo, porque de repente lo único que quería era pedirle que no se fuera. No quería dejar de oír su voz, de ver sus ojos, su cara… a él...
El cielo tenía un color azul metálico, y las estrellas comenzaban a desaparecer de él, cuando abrí la boca por primera vez.
- … así que ya no podré volver por aquí más veces. Va a haber demasiado trabajo organizándolo todo para el viaje, ya sabes… - Noté, o quizá imaginé, un tono de tristeza en su voz.
- Pues que bien, no?
Él no pareció darse cuenta de mi parquedad, o al menos no dio signos de ello.
- Oye… - de repente se puso muy serio – Te importa si te pido una cosa?
- El qué? – algo me dio un salto en el estómago al oírle hacer la pregunta
- Puedo… - señaló una de mis orejas – … ya sabes…
- No, no sé.
- Pues vaya… - Se ruborizó. No sé por qué, yo también me puse roja - … Puedo... tocarte las orejas?
La pregunta me decepcionó y divirtió a partes iguales. Sonreí.
- Supongo que sí – incliné la cabeza hacia él, que se acercó hasta quedar sentado pegado a mi. Alargó el brazo hacia el largo cartílago que remataba mi oreja izquierda. Cuanto más acercaba la mano, más dudoso se le veía.
- Nunca lo has hecho? – pregunté.
- El qué? – Me miró a los ojos, alertado. Tenía la cara muy cerca de la mía, y casi me tuve que poner bizca para devolverle la mirada. Noté que su respiración se aceleraba, y también noté acelerarse la mía.
- Tocar las orejas de un elfo. – Yo sonreía. Se relajó un poco al oírme decir aquello.
- Ah… Pues no. – él también sonrió – Tengo entendido que no os gusta que os toquen.
- Pero a mi puedes tocarme. – Yo solo me refería a la oreja, de verdad, pero aquello sonó tan tremendamente mal que le hizo ponerse más rojo aún de lo que estaba. También noté, qué curioso, que se le agrandaban los círculos interiores de los ojos.
Sentí un roce en la oreja. Supuse que era su mano, porque mis ojos estaban ocupados con los suyos. Aquello parecía más una caricia que un roce, pensé, mientras su mano bajaba por mi oreja hacia mi mandíbula y mi cuello, y ahí se quedaba. Colocó los dedos sobre mi nuca, lo que me hizo sentir un escalofrío, y sin dejar de mirarme a los ojos, acercó su rostro al mío.
Por un momento sentí miedo. Intenté echarme hacia atrás, pero su mano me impidió moverme, además de que yo tampoco hice demasiada fuerza para zafarme. Sentía que algo no estaba bien en lo que iba a hacer, pero me moría por hacerlo. Noté sus labios posarse sobre los míos. Eran suaves y jugosos, y estaban ligeramente húmedos. Me gustó su tacto, y me dejé besar. Cerré los ojos y moví una mano hacia su nuca, enredando mis dedos en su pelo, que me pareció lo más suave que había tocado nunca. Noté su lengua acariciar mis labios, y su aliento entrar en mi boca semiabierta. Me sorprendí a mi misma abriendo totalmente mi boca, y enredando mi lengua con la suya. Quería saborearle entero. Sus labios, sus dientes, su paladar… mientras notaba que él hacía lo mismo conmigo. Con el brazo libre me rodeó la cintura y me atrajo hacia sí. Mi pecho se aplastó contra su torso, y el calor de su cuerpo encendió aún más el mío. Le rodeé con mis brazos, pegándome a él como si mi vida dependiera de ello, a la vez que él me soltaba la nuca y me abrazaba la cintura hasta casi hacerme daño. No sé cuánto tiempo pasamos así, apretados, con nuestras lenguas retorciéndose juntas, el aliento de uno entrando en los pulmones del otro, cuando noté que sus manos subían hacia mis hombros desnudos y se deslizaban luego hacia abajo por mis brazos, arrastrando con ellas la tela de mi túnica. Me asusté al notar la tela caer sobre mis pechos, y me solté de él para sujetar el escote en su sitio. Pero su abrazo me impidió alejarme, y al final terminó rompiendo mis defensas. Dejé los brazos sueltos a los lados de mi cuerpo, temblando ligeramente, y dejé resbalar la túnica por ellos. La tela bajó hasta quedar atascada sobre mis caderas, dejando al descubierto todo lo demás sobre ellas. Él me atrajo hacia sí, sin dejar de besarme. El roce del algodón de su camisa contra mis pechos y mi estómago me hizo desear que fuera con su piel con la que rozaran, así que en un arrebato me solté de su abrazo, y comencé a quitarle la prenda. Al separarnos para sacársela por la cabeza me incliné hacia atrás, y antes de poder incorporarme él volvió a besarme, y me empujó suavemente hacia el suelo hasta que quedé tumbada sobre el césped. Él se apoyó en el suelo con un brazo, mientras con el otro me acariciaba el estómago, subiendo lentamente hacia mis pechos. Cuando su mano rozó por un lado uno de mis senos un escalofrío me recorrió la espalda, arqueándomela. Lo tomó como señal de asentimiento, y me cubrió todo en seno con su mano. Su piel áspera rozando contra mi pezón me hizo sentir tal placer que casi me dolía. Deseé tenerle otra vez pegado a mi, así que le rodeé con los brazos, que había dejado inertes al tumbarme, y le atraje hacia mi hasta que noté el peso de su cuerpo sobre el mío. La mano que me acariciaba el seno comenzó a apretarlo con fuerza, y me hizo soltar un gemido al pellizcarme el pezón. Se tumbó de lado y me arrastró tras él, abrazándome, con una mano en mi pecho y la otra rodeando mi cintura, bajando hacia la túnica que se había atascado en mis caderas. Al apretar mi cuerpo contra el suyo noté un roce en la entrepierna que me provocó otro escalofrío. Intentó bajar más la túnica, sin conseguirlo, y sin saber muy bien por qué le aparté la mano, y me subí yo sola la falda. Pasé una pierna desnuda sobre su cadera, y volví a notar el bulto de su entrepierna contra la mía. Estaba tan excitada que no podía controlar lo que hacía. Sus manos se separaron de mi cuerpo casi de mala gana, y comenzaron a desatarse en cordel que le sujetaba los pantalones. Se los bajó hasta la rodilla, y ahí los dejó. Me echó hacia atrás, dejándome otra vez tumbada boca arriba, y se tumbó sobre mi. No me di cuenta de que había vuelto a juntar las piernas, y las apretaba con fuerza, hasta que le vi separarse de mi y mirarme con gesto tierno, quizá preguntándome sin palabras si podía seguir adelante. Lentamente, separé las piernas, de modo que él pudiera acomodarse entre ellas mientras volvía a besarme. Noté una presión contra mi entrepierna, que iba aumentando poco a poco su intensidad hasta convertirse casi en dolor. Deseé con todo mi ser que entrara en mi, y creo que el deseo me hizo volver a gemir…
Un golpe fuerte en la puerta del Templo nos devolvió a la realidad. Separó su rostro del mío, todavía tumbado sobre mí, y me miró asustado. Yo también me asusté. Él se levantó de un salto, se subió los pantalones pero no perdió tiempo en atarse el cordel que los ajustaba a su cintura, y cogió la camisa del suelo y se la puso, del revés. Yo mientras me coloqué la túnica de nuevo sobre mis hombros y me cubrí las piernas con la falda. Le vi dar un paso vacilante hacia la puerta del Templo y luego girarse, acercarse a mí, darme un último apasionado beso, como si su boca aún no hubiera tenido suficiente de la mía, y por último salir corriendo.
Según él desaparecía de la vista, Amrod apareció en la puerta. Me observó de lejos, sin acercarse, y su expresión me dio a entender que me había visto. Me levanté de un salto, con la respiración acelerada, las mejillas encendidas, y todo mi cuerpo dolorido por el placer interrumpido, e intenté pensar algo que decir. Alguna excusa. Alguna súplica de perdón.
Antes de que lograra abrir la boca, Amrod se dio media vuelta y desapareció. No había dicho nada, pero su expresión había sido peor que cualquier reprimenda. Intenté ir tras él, rogarle que no le contara a los Mayores lo que acababa de ver, pero solo di un paso antes de darme cuenta de que rogar no serviría de nada. Sentía aún el calor en la entrepierna, y la cabeza me palpitaba. No sabía por qué había hecho lo que acababa de hacer, pero no sentía que hubiera hecho nada malo. Y aún así…
Me recorrió un escalofrío, esta vez de miedo. No sabía qué pasaría conmigo después de haber sido descubierta en una situación tan comprometida. Y también comenzó a crecerme en el pecho un dolor cuya causa no supe identificar. Me abracé como para darme calor, intentando mitigar el dolor, y me quedé allí de pie, luchando contra el miedo, mientras las lágrimas empezaban a resbalar por mis encendidas mejillas.
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