Capítulo 4

Aquella mañana estaba en uno de los puentes que recorren el gran lago del centro de la ciudad, sentada sobre la ancha baranda de piedra, totalmente concentrada en dar la impresión de estar meditando mientras pensaba en las musarañas, cuando escuché un revuelo en las puertas principales. Un grupo de curiosos se estaba congregando allí, y cuantos más se agrupaban, más transeúntes sentían ganas de descubrir qué pasaba. Una compañera del Templo, cuyo nombre nunca fui capaz de recordar, se fijó en mí al pasar por el puente y me explicó a qué se debía el alboroto. Un enviado de Azeroth acababa de entrar en la ciudad. Aunque no solía escuchar a mis mentores, sabía la suficiente geografía para imaginarme que hablaba de un humano. Sentí una inmensa curiosidad. Nunca había visto a ningún ser de otra raza (sin contar a los furbolgs, claro). Claro que sabía lo que era un humano. Me habían hablado de su corta estatura, su mezquindad, el poco contacto con la naturaleza que les caracterizaba. Talaban los árboles, secaban los ríos y horadaban la tierra con una notoria despreocupación, y su ambición había causado la caída de su reino y la casi destrucción del mundo entero. Información que era más que suficiente para que hubiera odiado a los humanos; pero claro, mi mente de adolescente, ansiosa por contradecir a sus mayores, se moría de ganas de tratar con uno de esos seres.
Mi compañera y yo tuvimos que irnos al Templo en vez de a las puertas de la ciudad a curiosear, como yo deseaba. Allí, la Alta Sacerdotisa a la que estaba asignado mi grupo nos dio la noticia. Al día siguiente, el humano, que parecía ser un hombre importante por como hablaban de él, visitaría el Templo de Elune. Deberíamos tener especial cuidado con nuestro atuendo y comportamiento, para causarle la mejor impresión posible.
Ese cambio de actitud hacia los humanos por parte de mi tutora me habría sorprendido bastante de no haber estado yo tan ilusionada con el anuncio. Según volví a mi habitación, tras unas clases en las que había estado más dispersa que de costumbre, saqué la túnica de aprendiz para las ceremonias y la colgué de una percha, alisando todas las arrugas que veía y comprobando centímetro a centímetro de tela que no hubiera ninguna mancha. La mañana siguiente me levanté con tiempo para lavarme a fondo todo el cuerpo y cepillarme la melena hasta que ni un solo pelo quedó fuera de su sitio. Llegué la primera al Templo, y mostré una diligencia a la hora de prepararnos para la recepción que sorprendió a mi tutora. No podía soportar la expectación.
Y todo esto para que, de pronto, sin ningún tipo de ceremonia, apareciera un personajillo contrahecho, casi más ancho que alto, enfundado en una aparatosa armadura roja que lejos de ennoblecer su aspecto le hacía parecer aún más mezquino. Una cicatriz le cruzaba la cara, similar a la de un cerdito, desde la ceja derecha hasta la comisura izquierda del labio. Pasó dando traspiés junto a nosotros sin dedicarnos ni una mirada, y con unos pequeños ojos grises que solo reflejaban desprecio se dirigió al alto sacerdote que presidía el comité de bienvenida. Al hablar, su voz sonó como el ruido de la madera rozando contra corcho. Me decepcionó profundamente, y con la decepción también sentí un total desinterés por él. Si los demás humanos se le parecían, bien podían pudrirse todos en Azeroth, que para hacerme desprecios ya tenía yo a mi tutora. Desobedeciendo, desvié la mirada del humano, de donde nos habían advertido que no apartáramos los ojos, y la dejé vagar por el Templo, en busca de alguna distracción que me hiciera la recepción un poco menos pesada.
Y entonces le vi.
Supuse que debía ser alto para un humano, porque además de sacarle más de dos cabezas al caballero, era casi de mi estatura, si bien es cierto que yo siempre he sido algo baja para ser elfa. Estaba a un lado del grupo de sacerdotes, sin armadura, sujetando un estandarte rojo y blanco, muy digno, como orgulloso de estar haciendo aquello. La juventud de su rostro y la sobriedad de sus ropas, junto con el hecho de que se le dejara al margen de la ceremonia, me hicieron suponer que sería el escudero, por mucho que su actitud no casara con mi suposición. Tenía el pelo negro, liso y largo, y lo llevaba recogido en una coleta baja. Un flequillo lacio le caía sobre unos grandes ojos azules, enmarcados por un rostro de pómulos marcados, nariz recta y boca grande. Si bien ni se acercaba a la belleza de un rostro elfo, combinaba la rudeza de lo masculino con una suavidad de rasgos que me pareció rara en un rostro de hombre. Le estuve mirando durante un rato, pasando de su atuendo a su cara, de su cara al estandarte, del estandarte a su atuendo. De hecho no podía apartar los ojos de él.
Debió sentir que lo observaban, porque de golpe desvió la vista del frente, y giró la cabeza hacia mi. Yo me sorprendí tanto que pegué un brinco y solté un gritito, lo que provocó risas en mis compañeras de fila y un susurro de desaprobación en nuestra tutora. Volví de inmediato la vista al hombre-tapón, pero según noté que ya no se me vigilaba, no aguanté ni cinco segundos antes de volver a mirar al escudero.
Él también estaba mirándome.
Aquella tarde la acostumbrada charla sobre mi mal comportamiento adquirió un tono mucho más fuerte. No se me podía dejar sin castigo tras haberle dejado tan mala impresión de nosotros al caballero. Me dieron ganas de responder que qué iba a haber pensado, si ni siquiera se había dado cuenta de que estábamos allí, y que a qué venía tanta hipocresía tratando a un ser que detestaban como si fuera un dios. Pero callé, agaché la cabeza y aguanté el chaparrón. A partir del siguiente día entraría una hora antes a clase, saldría una hora después, no podría salir de mi habitación tras el ocaso, y me quedaría dos noches al mes en vela en el Templo, haciendo ejercicios de meditación. A ver si por fin conseguían sacar algún provecho de mi. El Don de la Diosa siendo desaprovechado de aquella manera alcanzaba cotas de sacrilegio.
Y mientras me reprendían, yo solo podía pensar en el humano.
El único al que hablé de esta inquietud fue mi maestro de historia. Era joven, había sido nombrado sacerdote recientemente, y mi rebeldía, en vez de enfadarle, le hacía gracia. Decía que él de niño – ahí yo siempre soltaba indignada que de niña nada – él se parecía a mi. Y por cómo se comportaba algunas veces, yo habría dicho que seguía pareciéndoseme. A mi me hervía la sangre pensando en ello, y me moría de ganas por compartir mis impresiones con alguien; pero intuía que, aparte de él, cualquier otra persona que se hubiera enterado le habría ido con el cuento a mi tutora a los cinco minutos. Esperaba de él ya no comprensión, sino solo discreción.
Pasaron dos semanas sin que pudiera reunir dato alguno sobre el escudero, pero es que tampoco podía buscar en condiciones. Entre que el castigo me dejaba solo las tres horas siguientes al alba libres, y que temía que si era clara preguntando alguien sospechara de mis intenciones, se me habían pasado quince días sin haber hecho prácticamente nada por encontrarlo. Incluso llegué a pensar que ya se habrían marchado de Darnassus.
Y la noche del decimosexto día me tocó pasar mi primera noche despierta en el Templo. Uno de los Mayores estaría conmigo, para asegurarse de que cumplía el castigo. Así que cuando, después del ocaso, me senté en una de las losas cerca del Pozo de Luna y empecé a fingir que meditaba mientras me concentraba en unas grietas del techo, lo último que me esperaba era que quien me vigilaría iba a ser mi profesor de historia.
- Buenas noches, Ónice
Giré la cabeza, sorprendida. Pensaba que sería mi tutora la que aparecería, o uno de los Altos Sacerdotes. Un Recién Nombrado no tenía rango para supervisar a una aprendiz.
- Amrod, qué…?
No supe cómo preguntar, y además él me ignoró tan intensamente que preferí callar. Se sentó frente a mi, en una losa que había a unos metros de distancia, y se abstrajo de todo lo que le rodeaba con una rapidez pasmosa. Yo tardé bastante en reponerme de la sorpresa, y para cuando ya casi había conseguido volver a concentrarme, de pronto Amrod va, se levanta, y sin siquiera mirarme sale del Templo. Yo no sabía qué pensar. Me imaginé que igual era una trampa para sorprenderme incumpliendo el castigo, pero con Amrod involucrado…
Opté por la cautela y seguí fingiendo que meditaba mientras mi cerebro intentaba encontrar una explicación plausible a todo aquello. No sé si pasó poco o mucho tiempo hasta que oí a alguien entrando en el Templo. Alguien que hacía demasiado ruido al andar para ser un elfo. Me volví y le vi, de pie, unos metros detrás de mi, con el cabello despeinado y cara de sueño. Pero no noté que se sorprendiera de verme allí, y me miraba como si me reconociera.
- … Hola…? – Levantó la mano en un dubitativo saludo. Igual se preguntaba si entendería el Común. Yo me quedé pasmada, mirándole como si acabara de ver un fantasma, mucho más tiempo de lo que los modales aconsejan. No entendía nada de lo que estaba sucediendo.
- El otro… elfo – dudaba si referirse así a él - … me dijo que estarías aquí esta noche…
- Amrod?
- Si, eso – Avanzó un paso hacia mi. Yo me asusté y pegué un salto hacia atrás – No, por favor, no te asustes… - Se notaba que no tenía la menor idea de cómo comportarse. Optó por no acercarse más. Alargó el brazo derecho en mi dirección.
- Mi nombre es Damodar. Damodar Brightblade – compuso una sonrisa – Encantado de conocerte
Yo me quedé mirando su mano, preguntándome qué narices estaba haciendo, si saludarme o reírse de mí. Decidí que era lo primero, así que me levanté y alargué mi mano derecha hacia adelante.
- Yo me llamo Ónice Starbreeze
Ante mi gesto, el humano comenzó a sonreír, primero solo un poco, luego cada vez con una sonrisa más amplia, hasta terminar soltando una carcajada. Me sentí ofendida. De qué se reía aquel mequetrefe??
- Nunca antes has saludado a un humano, verdad? – me preguntó mientras se limpiaba las lágrimas que le había producido la risa.
- Y a ti qué te importa – No me apetecía que pensara que era tonta, así que me puse borde.
- Mira. Pon el brazo así – Volvió a alargar el brazo igual que antes. Yo mantuve los brazos en jarras, sin hacerle caso. – Anda, trae – Me cogió el brazo derecho por la muñeca, lo estiró hacia sí, y estrechó mi mano con la suya, dando un suave apretón – Ves? Esto es darse la mano. Así nos saludamos los humanos.
Yo me había puesto roja de vergüenza, y estaba mirando su mano, que aún sujetaba la mía, como si tuviera alguna enfermedad contagiosa. Cuando se dio cuenta, que fue muy tarde para mi gusto, me soltó y dio un paso hacia atrás.
- Perdona si… - Bajó la vista en señal de disculpa, con tan mala fortuna que sus ojos se dieron de lleno con mi busto. Yo llevaba un escote bastante amplio, así que al sentir dónde miraba reaccioné tapándome el pecho con los brazos. Él levantó la vista con cara de susto – Lo siento… De verdad que no pretendía…
Me quedé mirándole, componiendo mi mejor cara de indignación, aunque mi primera reacción ante lo ocurrido había sido echarme a reír. Los dos redondelitos oscuros que se movían en sus globos oculares me fascinaban. En realidad me fascinaba todo él. Me preguntaba cómo dos seres de la misma especie podían ser tan distintos como él y el caballero al que acompañaba.
- Cómo es que Amrod te dijo dónde encontrarme? – Pensé que lo mejor sería cambiar de tema. Me senté en el suelo, aún con un brazo tapándome el escote, y le invité a hacer lo mismo. Resultó que Amrod había hablado con él sobre su impresión de Darnassus, y entre otras muchas cosas él mencionó a una elfa que se le había quedado mirando mientras visitaba el Templo de Elune. Le pareció curioso un comportamiento tan informal en una elfa, y encima sacerdotisa. Seguramente yo ya le había confiado a Amrod mi secreto por el tiempo en el que habló con el humano, porque le dijo que esa elfa también tenía curiosidad por él, y le preguntó si le gustaría conocerla.
Y bueno, teniendo en cuenta que estaba en el Templo conmigo, me imaginaba que habría respondido que sí.
No recuerdo mucho más de aquella noche. Sé que hablamos, y bastane. Pero yo sobre todo miraba sus ojos, su rostro, cómo gesticulaba al hablar, cómo se le revolvía el lacio cabello con la brisa nocturna.
Casi al alba se oyó un golpe seco fuera del Templo, y como accionado por un resorte el humano se levantó, se despidió con un gesto, y salió corriendo. Menos de diez segundos después, Amrod apareció por donde se había ido el escudero, y se sentó donde lo había hecho a primera hora de la noche, ignorándome aún más que antes.
Para mi sorpresa, la tarde siguiente mi tutora me reprendió por no haber cumplido debidamente el castigo. Me pregunté si había sido Amrod quien se lo había dicho, o si alguien me había visto hablando con el humano. Casi maldigo en voz alta cuando me aumentaron las noches en vela en el Templo a dos por semana, y casi chillo de emoción al oír que “el propio Amrod” se encargaría de que de ahora en adelante cumpliera el castigo como era debido. Algo tramaba mi profesor, y yo no tenía ni idea de lo que era, pero aquella noche recé a la Diosa para que su plan nos incluyera a mi y al humano.
Seguramente, si hubiera sabido que su plan le iba a terminar estallando en la cara, no habría hecho tantos esfuerzos para que Damodar y yo trabáramos amistad.
Durante mes y medio estuve pasando dos noches a la semana con él, sentados uno frente al otro en el césped del Templo, hablando. A veces también le veía aparecer cerca de mi habitación, al alba, para acompañarme en las pocas horas libres que tenía antes de comenzar mis clases. Él hablaba sobre Azeroth y sobre su querido Lordaeron con nostalgia en la voz. No me quedó claro si había vivido o no allí antes de que cayera en manos del Azote, pero por la pasión con la que hablaba de vengarse de ellos, bien podía ser que sí. Los juramentos, la furia contenida en su voz cuando me explicaba las masacres realizadas por los No Muertos, la emoción con la que hablaba de hacerse paladín… Todo lo que decía y cómo lo decía me encandilaba. Jamás había conocido a alguien tan pasional. Y el detalle de que fuera de otra raza hacía que me gustara más aún tratar con él. Yo no tenía historias que contar, después de haberle explicado parcamente cómo había acabado de aprendiz de sacerdotisa, pero comencé a enseñarle la poca magia divina que por entonces conocía. Pasábamos horas intentando que repitiera correctamente los versos de un hechizo, o de que se concentrara lo suficiente para poder llevarlo a cabo. El caso es que nos fuimos haciendo cada vez más íntimos… Igual un poquito demasiado íntimos.
Me acuerdo como de un sueño de aquella última noche. Damodar me hablaba, con la cara encendida por el entusiasmo, de que habían comenzado a preparar su partida, y que seguramente al llegar a Azeroth comenzaría su adiestramiento. No creo que yo dijera nada en toda la noche, porque el nudo que tenía en la garganta me impedía hablar. Y tampoco habría sido bueno poder hacerlo, porque de repente lo único que quería era pedirle que no se fuera. No quería dejar de oír su voz, de ver sus ojos, su cara… a él...
El cielo tenía un color azul metálico, y las estrellas comenzaban a desaparecer de él, cuando abrí la boca por primera vez.
- … así que ya no podré volver por aquí más veces. Va a haber demasiado trabajo organizándolo todo para el viaje, ya sabes… - Noté, o quizá imaginé, un tono de tristeza en su voz.
- Pues que bien, no?
Él no pareció darse cuenta de mi parquedad, o al menos no dio signos de ello.
- Oye… - de repente se puso muy serio – Te importa si te pido una cosa?
- El qué? – algo me dio un salto en el estómago al oírle hacer la pregunta
- Puedo… - señaló una de mis orejas – … ya sabes…
- No, no sé.
- Pues vaya… - Se ruborizó. No sé por qué, yo también me puse roja - … Puedo... tocarte las orejas?
La pregunta me decepcionó y divirtió a partes iguales. Sonreí.
- Supongo que sí – incliné la cabeza hacia él, que se acercó hasta quedar sentado pegado a mi. Alargó el brazo hacia el largo cartílago que remataba mi oreja izquierda. Cuanto más acercaba la mano, más dudoso se le veía.
- Nunca lo has hecho? – pregunté.
- El qué? – Me miró a los ojos, alertado. Tenía la cara muy cerca de la mía, y casi me tuve que poner bizca para devolverle la mirada. Noté que su respiración se aceleraba, y también noté acelerarse la mía.
- Tocar las orejas de un elfo. – Yo sonreía. Se relajó un poco al oírme decir aquello.
- Ah… Pues no. – él también sonrió – Tengo entendido que no os gusta que os toquen.
- Pero a mi puedes tocarme. – Yo solo me refería a la oreja, de verdad, pero aquello sonó tan tremendamente mal que le hizo ponerse más rojo aún de lo que estaba. También noté, qué curioso, que se le agrandaban los círculos interiores de los ojos.
Sentí un roce en la oreja. Supuse que era su mano, porque mis ojos estaban ocupados con los suyos. Aquello parecía más una caricia que un roce, pensé, mientras su mano bajaba por mi oreja hacia mi mandíbula y mi cuello, y ahí se quedaba. Colocó los dedos sobre mi nuca, lo que me hizo sentir un escalofrío, y sin dejar de mirarme a los ojos, acercó su rostro al mío.
Por un momento sentí miedo. Intenté echarme hacia atrás, pero su mano me impidió moverme, además de que yo tampoco hice demasiada fuerza para zafarme. Sentía que algo no estaba bien en lo que iba a hacer, pero me moría por hacerlo. Noté sus labios posarse sobre los míos. Eran suaves y jugosos, y estaban ligeramente húmedos. Me gustó su tacto, y me dejé besar. Cerré los ojos y moví una mano hacia su nuca, enredando mis dedos en su pelo, que me pareció lo más suave que había tocado nunca. Noté su lengua acariciar mis labios, y su aliento entrar en mi boca semiabierta. Me sorprendí a mi misma abriendo totalmente mi boca, y enredando mi lengua con la suya. Quería saborearle entero. Sus labios, sus dientes, su paladar… mientras notaba que él hacía lo mismo conmigo. Con el brazo libre me rodeó la cintura y me atrajo hacia sí. Mi pecho se aplastó contra su torso, y el calor de su cuerpo encendió aún más el mío. Le rodeé con mis brazos, pegándome a él como si mi vida dependiera de ello, a la vez que él me soltaba la nuca y me abrazaba la cintura hasta casi hacerme daño. No sé cuánto tiempo pasamos así, apretados, con nuestras lenguas retorciéndose juntas, el aliento de uno entrando en los pulmones del otro, cuando noté que sus manos subían hacia mis hombros desnudos y se deslizaban luego hacia abajo por mis brazos, arrastrando con ellas la tela de mi túnica. Me asusté al notar la tela caer sobre mis pechos, y me solté de él para sujetar el escote en su sitio. Pero su abrazo me impidió alejarme, y al final terminó rompiendo mis defensas. Dejé los brazos sueltos a los lados de mi cuerpo, temblando ligeramente, y dejé resbalar la túnica por ellos. La tela bajó hasta quedar atascada sobre mis caderas, dejando al descubierto todo lo demás sobre ellas. Él me atrajo hacia sí, sin dejar de besarme. El roce del algodón de su camisa contra mis pechos y mi estómago me hizo desear que fuera con su piel con la que rozaran, así que en un arrebato me solté de su abrazo, y comencé a quitarle la prenda. Al separarnos para sacársela por la cabeza me incliné hacia atrás, y antes de poder incorporarme él volvió a besarme, y me empujó suavemente hacia el suelo hasta que quedé tumbada sobre el césped. Él se apoyó en el suelo con un brazo, mientras con el otro me acariciaba el estómago, subiendo lentamente hacia mis pechos. Cuando su mano rozó por un lado uno de mis senos un escalofrío me recorrió la espalda, arqueándomela. Lo tomó como señal de asentimiento, y me cubrió todo en seno con su mano. Su piel áspera rozando contra mi pezón me hizo sentir tal placer que casi me dolía. Deseé tenerle otra vez pegado a mi, así que le rodeé con los brazos, que había dejado inertes al tumbarme, y le atraje hacia mi hasta que noté el peso de su cuerpo sobre el mío. La mano que me acariciaba el seno comenzó a apretarlo con fuerza, y me hizo soltar un gemido al pellizcarme el pezón. Se tumbó de lado y me arrastró tras él, abrazándome, con una mano en mi pecho y la otra rodeando mi cintura, bajando hacia la túnica que se había atascado en mis caderas. Al apretar mi cuerpo contra el suyo noté un roce en la entrepierna que me provocó otro escalofrío. Intentó bajar más la túnica, sin conseguirlo, y sin saber muy bien por qué le aparté la mano, y me subí yo sola la falda. Pasé una pierna desnuda sobre su cadera, y volví a notar el bulto de su entrepierna contra la mía. Estaba tan excitada que no podía controlar lo que hacía. Sus manos se separaron de mi cuerpo casi de mala gana, y comenzaron a desatarse en cordel que le sujetaba los pantalones. Se los bajó hasta la rodilla, y ahí los dejó. Me echó hacia atrás, dejándome otra vez tumbada boca arriba, y se tumbó sobre mi. No me di cuenta de que había vuelto a juntar las piernas, y las apretaba con fuerza, hasta que le vi separarse de mi y mirarme con gesto tierno, quizá preguntándome sin palabras si podía seguir adelante. Lentamente, separé las piernas, de modo que él pudiera acomodarse entre ellas mientras volvía a besarme. Noté una presión contra mi entrepierna, que iba aumentando poco a poco su intensidad hasta convertirse casi en dolor. Deseé con todo mi ser que entrara en mi, y creo que el deseo me hizo volver a gemir…
Un golpe fuerte en la puerta del Templo nos devolvió a la realidad. Separó su rostro del mío, todavía tumbado sobre mí, y me miró asustado. Yo también me asusté. Él se levantó de un salto, se subió los pantalones pero no perdió tiempo en atarse el cordel que los ajustaba a su cintura, y cogió la camisa del suelo y se la puso, del revés. Yo mientras me coloqué la túnica de nuevo sobre mis hombros y me cubrí las piernas con la falda. Le vi dar un paso vacilante hacia la puerta del Templo y luego girarse, acercarse a mí, darme un último apasionado beso, como si su boca aún no hubiera tenido suficiente de la mía, y por último salir corriendo.
Según él desaparecía de la vista, Amrod apareció en la puerta. Me observó de lejos, sin acercarse, y su expresión me dio a entender que me había visto. Me levanté de un salto, con la respiración acelerada, las mejillas encendidas, y todo mi cuerpo dolorido por el placer interrumpido, e intenté pensar algo que decir. Alguna excusa. Alguna súplica de perdón.
Antes de que lograra abrir la boca, Amrod se dio media vuelta y desapareció. No había dicho nada, pero su expresión había sido peor que cualquier reprimenda. Intenté ir tras él, rogarle que no le contara a los Mayores lo que acababa de ver, pero solo di un paso antes de darme cuenta de que rogar no serviría de nada. Sentía aún el calor en la entrepierna, y la cabeza me palpitaba. No sabía por qué había hecho lo que acababa de hacer, pero no sentía que hubiera hecho nada malo. Y aún así…
Me recorrió un escalofrío, esta vez de miedo. No sabía qué pasaría conmigo después de haber sido descubierta en una situación tan comprometida. Y también comenzó a crecerme en el pecho un dolor cuya causa no supe identificar. Me abracé como para darme calor, intentando mitigar el dolor, y me quedé allí de pie, luchando contra el miedo, mientras las lágrimas empezaban a resbalar por mis encendidas mejillas.

Capítulo 3

Las puertas de hierro negro se alzaban imponentes en la ladera Norte de la montaña. Unas puertas que daban paso de desolación en terreno abierto a desolación entre paredes de piedra, por cuyas rendijas se escapaban bocanadas del intenso calor de su interior. Aquella montaña, además de ser hogar de los enanos Dark Iron, albergaba un amplio catálogo de bestias entre las que se incluian, cómo no, los dragones.

Hacia dichas puertas se dirigía en aquellos momentos un grupo de mercenarios, no muy seguros de lo que estaban haciendo allí. Ninguno hablaba, todos mantenían la vista fija en las planchas de hierro, semiabiertas, que daban paso a una inmensidad de roca y lava en la que empezaban a tener la sospecha de que iban a acabar sus vidas.

Eran siete hombres y una mujer. Al frente del grupo iban dos enanos con la cara plagada de cicatrices, vestidos con armaduras de metal. Tras ellos iban tres hombres, y una elfa con un gnomo sobre su espalda. El más corpulento de los hombres tenía un enorme verdugón en la frente y el gesto torcido en un mohín de disgusto. Los otros dos eran la viva imagen del desamparo y el entusiasmo respectivamente. La elfa estaba sumida en sus propios asuntos, y el gnomo dormía con la cabeza en el hombro de la mujer, ajeno a todo. Cerrando el grupo iba un hombre joven vestido con el atuendo de los Defias, con la cara tan blanca como sus ropas, y caminando como si cada paso le supusiera un esfuerzo más allá de sus capacidades.

Los enanos se pararon bajo el umbral de las puertas. Las bocanadas de aire caliente les hacían llorar los ojos, pero ninguno de los dos siquiera parpadeó. Uno de ellos giró la cabeza hacia el resto, gruñó mientras asentía, y volvió a mirar al frente.

Habían hablado ya antes sobre la estrategia a seguir una vez dentro. Uno de los enanos ya había estado allí, pero aún así hicieron que la elfa, controlando mentalmente a una alimaña, confirmara la ruta. Hubo un momento de desmoralización cuando a la rata la partió en dos el hacha de un orco, pero aún así nadie se había echado atrás. La rapidez era lo más importante, había repetido el enano, y todos habían estado de acuerdo. Cuanto más rápido fueran, más posibilidades tendrían de llegar al nido sin que les sorprendiera ninguna patrulla. La elfa explicó lo mejor que supo el camino que había seguido con la rata hasta donde el orco mató al animal, porque los enanos eran bastante parcos en palabras – de hecho, a uno le habían arrancado la lengua – y no consideraron necesario explicar nada, sino que simplemente les siguieran por el interior de la montaña.

‘Qué listos. Y si a ellos les matan que hacemos nosotros?’ Pensaba la elfa. Pero se guardó mucho de decirlo en voz alta.

El centro de la montaña, desde las faldas hasta Elune sabía qué profundidad, estaba hueco, y un lago de lava reposaba en el fondo. Un gran bloque de piedra estaba suspendido sobre el foso a la altura de sus ojos, y no se sabía si sujetándolo o sujetándose en él, unas cadenas de hierro con eslabones del tamaño de un tauren ascendían desde el bloque hasta clavarse en la pared, por encima de sus cabezas.

El enano de la armadura se acercó a la cadena más cercana y comenzó a ascender por los eslabones. El otro enano no tardó en ir tras él.

- Eso tiene que estar al rojo - comentó el humano entusiasta - y van cubiertos de metal… se van a asar

- Son enanos, Forsvik. Para ellos esto es temperatura otoñal - respondió la elfa, dejando caer al gnomo al suelo.

- Auch! - el gnomo gritó al chocar contra las piedras del suelo - Por qué me has soltado?? - miró a su alrededor - Oh… así que ya hemos llegado. Qué poco hemos tardado, no?

- Espero que no estés resacoso, Gormen - comentó el joven entusiasta.

- Blasfemas! - el gnomo se puso en pie de un salto, tremendamente digno - Gormenghast el Zigzageante desconoce el significado de esa palabra! - y por el volumen al que lo gritó, debía ser cierto.

El hombre más corpulento iba ya por la mitad del ascenso, mientras los enanos avanzaban por un saliente de piedra hacia un balcón que sobresalía de la pared. Gormenghast se encaramó a la cadena casi con alegría, y comenzó a dar saltos ascendiendo por ella. La mujer se acercó al eslabón que quedaba a la altura de su torso, y posó la mano sobre el metal.

- Será mejor no tocarla con las manos – retiró la mano con un gesto de dolor – los guantes no servirán de aislante. Al menos estas monstruosidades son lo suficientemente anchas como para poder caminar sobre ellas... - mientras hablaba, la elfa vio una figura desaparecer en el balcón al que se dirigían los enanos.

- Ónice? - sus dos compañeros humanos notaron cómo se quedaba pasamada con la vista perdida en las alturas, y miraron en la misma dirección, sin ver nada. Volvieron los ojos hacia la mujer – Sucede algo?

- Ahms… - la elfa bajó la cabeza. Se había dejado dominar por el miedo, aquello no había sido más que un reflejo de la lava... Llegó a la conclusión de que el miedo la estaba haciendo ver visiones - Mejor comenzamos a subir - miró al bandido, que se dio por aludido y comenzó a trepar por los eslabones sacudido por los temblores que le provocaba el pánico.

- Tú ahora, Herumir

- Y por qué no subes tú primero?

- Porque yo voy a subir, pero dudo que tú te atrevas si no te obliga alguien.

Herumir soltó una imprecación en voz baja, tragó saliva, se acercó a la cadena, saltó sobre ella y comenzó el ascenso.
La elfa se dispuso a seguirle

- Ey, y qué hay de mi? - el humano entusiasta se sentía ignorado - No quieres que suba yo primero?

- Pero Forsvik, si te mueres de ganas de subir! - la mujer hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa - Si vas detrás harás que nos movamos más deprisa!

La carcajada de Forsvik la relajó lo suficiente como para que se le desentumecieran las piernas. Saltó sobre el eslabón más bajo y comenzó a ascender, felicitándose por haber decidido vestirse con pantalones para la ocasión.

Los enanos estaban ya en la terraza ayudando al primer humano y al gnomo a saltar sobre ella, y el bandido y Herumir avanzaban lentamente por el saliente, pegados a la pared, cuando sucedió.

Un rugido surgió de las mismas entrañas de la montaña, retumbando contra las paredes de la caverna y haciéndolas temblar, y fue ascendiendo en intensidad, ensordeciendo a los intrusos, durante un tiempo mucho mayor de lo que los pulmones de cualquier ser vivo podían aguantar. La elfa perdió el equilibrio y se tuvo que abrazar a la cadena para no caerse. Levantó la vista hacia la terraza y también gritó, si bien ni siquiera ella llegó a oírse, al ver lo que sucedía allí arriba.

En el saliente, el bandido se había soltado de la pared, había llevado sus manos a sus oídos en mitad de un ataque de pánico, y se balanceaba de un lado a otro gesticulando - seguramente gritando - como si se hubiera vuelto loco. En uno de los giros perdió el equilibrio, y se agarró a Herumir para no caer. Este intentó soltarse, pero el bandido estaba demasiado fuera de sí y el saliente era demasiado estrecho, así que terminó perdiendo pie él también, y los dos se precipitaron al vacío.

Mientras el rugido se hacía cada vez más fuerte, Forsvik corría hacia los cuerpos de los dos humanos y la elfa luchaba contra el pánico y el dolor que le producía en los brazos la cadena al rojo vivo, una sombra apareció en el balcón, sorprendiendo a los cuatro hombres que se hallaban en él.

La elfa tardó en darse cuenta de que el rugido había parado. Ya no lo sentía en sus oídos, pero su cabeza seguía dando vueltas. Abajo veía a Forsvik, de rodillas ante una masa informe de huesos y carne. Arriba, sobre el pitido de sus oídos, oyó gritar a Gormenghast.

- … de una puta vez!! ¡¡¿Me estáis oyendo?!!

- ¡¿Qué?! - giró la cabeza y de nuevo estuvo a punto de caerse.

- ¡¡Que subáis ya!!

- ¡Forsvik! ¡Sube! – Gritó la elfa. El humano no reaccionó - ¡¡Forsvik!!

No perdió más tiempo llamándole. Se incorporó sobre el eslabón, y dando traspiés consiguió llegar al final de la cadena y al balcón donde estaban sus compañeros. Allí, en medio de un charco de sangre, había un orco muerto derrumbado sobre el cadáver del tercer humano. Un orco tremendamente grande, que había blandido un hacha de doble filo, abierto en canal por un golpe de la alabarda de uno de los enanos.

- Eran dos - dijo Gormenghast - El otro ha huido, seguramente a dar la alarma. En menos de diez minutos tendremos encima a todos los orcos de Blackrock

- Hay que largarse, rápido! - la elfa se acercó a Gormenghast con la intención de tirar de él hacia la terraza, pero el enano que no blandía la alabarda la echó hacia un lado de un empujón.

- Hay que seguir - fue lo único que dijo.

- Pero ya saben que estamos aquí! - el miedo la hacía gritar - Si no nos vamos rápido acabaremos todos muertos!

- No sin el huevo - Los enanos comenzaron a correr por el pasillo que se hundía en la montaña, seguidos por el ya menos entusiasmado gnomo. Más por el miedo a ser sorprendida sola por los orcos que por otra cosa, la elfa los siguió.

Sorprendentemente, en el camino hasta el nido no se encontraron a nadie. Avanzaron por los corredores todo lo rápido que se lo permitían las piernas, sin cuidarse de esconderse ni de ver si el camino estaba despejado, pero aún así nada interrumpió su carrera.

En el acceso a cierta sala, los enanos se pararon en seco. El gnomo se escurrió entre sus piernas, y la elfa observó el interior por encima de ellos. El suelo de la estancia, que tenía forma de ele, estaba totalmente cubierto por una sustancia blanca y viscosa, y sobre ella, cáscaras rotas y huevos de dragón, del tamaño de un gnomo, palpitantes, con los embriones revolviéndose en su interior.

- Muy bien - el enano de la cota empujó al gnomo hacia dentro, y cogiendo a la elfa del brazo hizo lo mismo con ella - vuestro turno.

- Ha llegado el momento de salvar el día! - sonrió el gnomo, y empezó a deslizarse por la sustancia viscosa, totalmente sigiloso, en dirección a los huevos que se encontraban en la esquina exterior de la ele que formaba la sala.

Mientras, la elfa sacó del saquillo que llevaba a la cadera una especie de bolsa trenzada, y se la colocó a la espalda como una mochila. Se apartó la cola de caballo para que no le molestara, y se concentró en Gormen. Si no se equivocaba - ojalá lo hiciera - algo terriblemente malo iba a ocurrir cuando el gnomo levantara el huevo… y su misión era hacerse cargo de ese algo.

Efectivamente, según Gormenghast lograba despegar uno de los huevos más pequeños de aquella plasta pegajosa, un gruñido les llegó del otro lado de la sala, y el suelo comenzó a temblar con las pisadas de un ser cuadrúpedo aproximándose.

- Gormen, corre! - medio gritó y medio susurró la elfa, gesticulando como una loca. Pero el huevo era casi tan grande como él, y no le dejaba apenas moverse. No habría recorrido ni la mitad de la distancia cuando una cabeza de reptil asomó por la esquina de la sala.

- A un lado, échate a un lado!! - Los enanos se colocaron cada uno en una pared mientras el gnomo intentaba apartarse del centro arrastrando el huevo como buenamente podía, así que la mujer quedó en frente del monstruoso dragonkin: Una especie de lagarto enorme, la mitad superior humanoide cubierta de escamas, con cabeza de dragón, y la mitad inferior de un reptil de cuatro patas, con la enorme cola ondeando tras de sí. Caminaba con pasos lentos pero enormes hacia el gnomo ondeando una monstruosa alabarda.

La mujer levantó las manos mientras recitaba las palabras del hechizo, y de pronto el monstruo comenzó a gritar de dolor, en medio del estallido de luz negra que le rodeó la cabeza por un momento.

Como a cámara lenta, la elfa vio los sanguinolentos ojos del reptil clavarse en los suyos, su enorme cuerpo avanzar hasta quedar a menos de dos metros de ella. La elfa vio como en tercera persona, como si no fuera ella la que estaba viviendo aquello, ni fuera ella la que estuviera mandando a su cuerpo moverse, cómo los dos enanos cargaban contra la bestia justo cuando ésta levantaba su arma, y mientras ella se escurría entre las patas del animal hacia el gnomo, que se apretaba contra la pared detrás de ellos, oyó el sonido de acero contra acero, de alaridos de reptil y de enano. La mujer le cogió el huevo a Gormenghast, se lo colocó en la bolsa de su espalda y, con el gnomo colgando del brazo, salió disparada hacia la puerta.

Algo cálido le salpicó la cara, cegándola en plena carrera, y al detenerse a limpiarse los ojos algo le golpeó el costado, lanzándola contra la pared. Abrió los ojos, y entre la neblina roja de la sangre que goteaba por su cara – que era lo que le había salpicado - vio la cabeza de uno de los enanos rodando frente a ella, con los ojos aún llenos de rabia y la boca abierta en un grito mudo. Fue como si aquella visión la hiciera volver a su cuerpo, porque de repente no pudo mover un solo músculo. Gritó, se aplastó contra la pared y comenzó a llorar, con la vista clavada en los ojos sin vida del enano, que parecían devolverle la mirada enfadados.

Hizo falta que una espada saliera disparada de la escena de la lucha, clavándose en la pared a pocos centímetros de su cabeza, para que reaccionara. Soltó al gnomo, que pataleaba y maldecía bajo su brazo, se incorporó saltando hacia atrás y siguió corriendo hacia la puerta.

Antes de dejar la sala volvió a girarse, y sus ojos dieron de nuevo con los del dragonkin, que estaba vuelto hacia ella, sin verla. Un tajo en la cara le había dejado ciego, y tenía la mano derecha colgando del antebrazo por un hilo de carne, la alabarda del enano aún incrustada en el corte. La bestia dio un paso hacia la elfa, aplastando el cadáver de su otra víctima. La mujer también dio un paso, hacia atrás, y le comenzaron a temblar de nuevo las rodillas. La heridas del reptil no eran graves, y podía dar con ella a través del olfato, amén de alcanzarla si salía huyendo. Si los enanos no habían podido con él, difícilmente iba a poder ella. Había que cortarle el paso.

Con una serenidad tal que ni ella sabía de dónde había salido, levantó las manos hacia el cielo recitando otro hechizo mientras el dragonkin desenfundaba con su mano ilesa el alfanje que llevaba al cinturón y avanzaba entre alaridos hacia ella, guiado por el ruido que hacían sus susurros. Unos segundos antes de que la hoja la partiera en dos, una explosión de llamas surgió de la elfa, prendiendo en la sustancia viscosa del suelo y extendiéndose por la sala como si de petróleo se hubiera tratado, subiendo por las patas del dragonkin y amenazando con engullirlo también a él.

La bestia ni notó el fuego, pero con un alarido de desesperación la emprendió de pronto contra las llamas que consumían sus preciosos huevos, olvidándose de la elfa, que se quedó mirando solo un momento cómo el monstruo intentaba sin éxito apagar las llamas, y salió corriendo como alma que lleva el diablo antes de que al dragonkin le diera tiempo a acordarse de ella.

Mientras huía no se acordó de los orcos que de un momento a otro podían salir a su encuentro, ni se preguntó qué habría sido del gnomo. Toda la templanza que le quedara la había abandonado, y solo podía correr llevada por el pánico, sin darse cuenta siquiera hacia dónde se dirigía. Abriéndose paso entre el pánico, de pronto sintió un peso golpearle en las costillas, y sabor a sangre en la boca. Oyó una voz, quizá de hombre, llamándola. Se dio cuenta de pronto de que tenía los ojos cerrados, los abrió con dificultad, y vio el rostro de un humano joven mirándola preocupado.

- Estás bien?? - preguntó Forsvik. En la histeria de su huída, la elfa había caído al suelo mientras descendía por la cadena. Por fortuna, desde una altura menor que los dos humanos que habían caído antes, porque seguía viva.

Resonó un cuerno de guerra en la caverna, y la mujer recordó a los orcos. Intentó incorporarse, pero tenía el cuerpo demasiado dolorido para caminar.

- Apóyate en mi - Forsvik no sabía qué estaba pasando, pero el ruido del cuerno no le presagiaba nada bueno, y quería salir de allí cuanto antes. La elfa se llevó la mano a la espalda y palpó el huevo de dragón, intacto. Menos mal que había caído de boca, pensó.

Los orcos no les siguieron al exterior de la montaña, si bien es cierto que a la velocidad que salieron de allí podían perfectamente haberles capturado dentro. Más tarde, pensando en ello, la elfa se dio cuenta de que los orcos solo atacarían a lo que consideraran una amenaza, y dos moribundos huyendo casi a rastras de la montaña no debían parecérselo. Pero en el momento de la huída, con el dolor haciéndole palpitar todo su cuerpo, ningún pensamiento racional podía haber asomado a la cabeza de la mujer, por lo que forzaron la marcha lo máximo que pudieron hasta alcanzar la luz del exterior.

Debió perder el sentido bajo las mismas puertas. El humano, en vez de coger el huevo y olvidarse de ella, la había debido llevar cargando hasta Thorium Point, porque cuando despertó, lo primero que vio fueron unos estandartes de la Hermandad Thorium hondear al viento.

El gnomo había huído solo delante de ellos, pero había decidido quedarse un tiempo allí para ver si aparecía alguien más vivo. Cuando la elfa se le aproximó estaba sentado en una estera, junto al huevo de dragón y una botella de vino, mordisqueando un trozo de queso.

- Así que ya repuesta, eh? Qué rapidez! - le dijo, mostrándole una sonrisa plagada de trocitos de queso.

- Los sanadores del campamento son terriblemente buenos – respondió. Bueno, al menos parecían algo mejores que ella.

- Al final lo conseguimos! - le dio un par de palmaditas cariñosas al huevo - Os dije que sin mí no lo lograríais!

- Y tenías razón, como casi siempre, Gormen – la mujer estaba ironizando, pero el gnomo no se dio, o no quiso darse, por aludido.

- Cómo que casi siempre! Yo nunca me equivoco!!

- Ey, ya de pie, menos mal! - Forsvik apareció tras la elfa, y le puso una mano en el brazo, solícito.

- Si, verdad? – pese a sí, la mujer sonrió – Gracias por lo de ahí dentro, por cierto

- Fue un placer, ya sabes. - el humano le dedicó una sonrisa que la hizo ruborizarse.

- Este pequeño nos va a hacer ricos!! - El gnomo no cabía en sí de gozo - Tenéis idea de qué podríamos hacer con tanto dinero?

- No sé en qué, pero tú pulírtelo en menos de diez días.

- Acaso tú no? - Los dos hombres rompieron a reir - Alcohol y bellas mujeres aseguradas para el resto de mis días!

- Yo ya no me tendré que preocupar por el dinero nunca más! Me podré dedicar a recorrer el mundo a mis anchas!

El gnomo levantó una mano, y el humano se la chocó, pletórico. Ambos se volvieron hacia la elfa.


- Tú qué piensas hacer?
- Usarlo para erradicar a las razas menores del planeta - dijo con una sonrisa siniestra. Los hombres soltaron sendas carcajadas al oirla.

- Si no tienes planes, podrías venir conmigo. Hay montones de cosas por ver, y sería muy egoísta por mi parte privarte de verlas - Lo dijo en broma, pero a la elfa no le hizo gracia. Miró a Forsvik. El muchacho debía de tener la misma edad que Damodar cuando le propuso exactamente lo mismo, allá en Darnassus.

"Abandona el templo. El mundo te enseñará muchas más cosas que estas paredes de mármol"
Y vaya si se lo había enseñado.

- No te esfuerces, Fosrvik. Esta chalada va en busca de un novio que la dejó plantada en el altar! Fíjate si está loca, que le va a seguir a las tierras de la Plaga!

A punto estuvo la elfa de patearle la cara al gnomo, pero Forsvik la detuvo agarrándole el brazo con fuerza y mirándola con emoción.

- En serio vas hacia allá? - ella asintió, sorprendida por la reacción del humano - Los No Muertos, la Cruzada Escarlata... y a saber cuántas cosas más! Voy contigo!!

- No sé qué te has tomado Forsvik, pero yo quiero un poco! - el gnomo terminó la frase con una carcajada que contagió al humano. La elfa, que se había quedado seria, terminó sonriendo también.

- Bueno – claudicó incluso antes de oponer resistencia – por qué no? Será más interesante que ir sola.

Sí. Con aquel adolescente entusiasta amigo del peligro tendría poco tiempo para aburrirse.
Y también poco tiempo para pensar en él… y no sabía si eso la alegraba.

Capítulo 2

- No estoy interesado en contratarte.
- No lo estás enfocando bien. Tenerme a mi será mejor que no tener a nadie.
- No te necesito.
- Te equivocas. SI me necesitas. No encontrarás nada mejor que yo.
- Una sacerdotisa no me sirve. Déjame en paz de una vez, estoy intentando trabajar.
- Muy bien, como desees.
Al irse, el borde de la túnica de la elfa dejó una estela en el suelo de la mugrienta sala donde ella y el goblin habían estado discutiendo. había optado por las vestimentas rituales para aquel encuentro para imponer un poco más de respeto, pero una sacerdotisa de Elune ofreciéndose para un trabajo de mercenaria era algo patético, con túnica o sin ella.
Llevaba ya casi ocho meses dando vueltas por Stranglethorn Vale, haciendo trabajillos como mercenaria. Pero no terminaba de reunir el dinero suficiente, o este no lograba quedarse en sus manos el tiempo necesario como para poder retomar su viaje hacia el norte. Ya hasta comenzaba a tener cierta fama en los bajos fondos de Booty Bay.
Pese a ser uno de ellos, despreciaba a los mercenarios, de cualquier raza, por vender su fidelidad al mejor postor. Y ellos la despreciaban a ella, en primer lugar por ser elfa, y en segundo por creerse mejor que ellos cuando estaba en su misma situación. Llevaba ya ocho meses conviviendo con el desprecio de sus compañeros mercenarios, y con el de ella misma por haber caído tan bajo.
- Ah, mierda. - el goblin se pasó la mano por su enorme cabeza verde con gesto impaciente - Quédate. Seguramente logre atraer a alguien más si creen - recalcó especialmente esta palabra - que alguien va a poder protegerles.
La mujer, que estaba atravesando el quicio de la puerta, no pareció oírle. El goblin levantó la voz.
- ¿Me has oido? ¡Ven aquí, maldita sea! - la elfa paró en seco - Ah... Tampoco he conseguido a nadie lo suficientemente estúpido como para pensar que le merece la pena bajar allí...
- Pues ahora que consigues a alguien, harías bien en no rechazarle - volvió al centro de la habitación - Y ten cuidado de no insultarme, porque podría echarme atrás.
- No te echarás para atrás. Te has ofrecido para el trabajo, y encima has insistido... - se encogió de hombros, con lo que casi desaparece bajo el borde de la mesa - O de verdad necesitas dinero, o tienes muchas ganas de morir.
- Hay maneras más rápidas y agradables de morir que en un nido de dragones. Si fuera eso lo que quisiera, estate seguro que no cobraría por ello.
- ¿Podrás conseguir a más gente?
- Depende. ¿A cuántos puedes pagar?
- Voy a consultarlo en mis diarios... - con sus huesudas manos verdes, pasó las páginas del inmenso libro de cuentas que tenía frente a sí - ... a doscientas piezas de oro como adelanto, más trescientas a la entrega... No más de diez personas en total.
A la elfa se le escapó una risita.
- Te va a salir caro el huevo... Pero supongo que si ofrecieras menos nadie querría ir, claro - se acercó a la mesa, y apoyó la cadera en ella - Siendo tan pocos, esto no es una expedición. Es un suicidio.
- No tengo más oro para vosotros - en la frase, aparte de desprecio, se notaba un cierto nerviosismo. A todas luces el goblin estaba mintiendo.
- Muy bien - la mujer, después de meditarlo unos momentos, se agachó sobre la mesa acercando su cara a la del goblin - Nueve personas, contándome a mi. Y a mi me darás las 500 de oro que te sobren, cuando volvamos con tu huevo.
- Que te pague el doble? ¡Y un cuerno! - la elfa se incorporó y se volvió hacia la puerta, dispuesta a marcharse - ¡Cien más! ¡Es mi última palabra!
- Creo que no estamos hablando el mismo idioma, orejudo - la mujer se volvió hacia él, pero no se acercó – No estoy regateando. O lo tomas o lo dejas.
- Si piensas que...
- Yo que tu no seguiría gastando saliva
- Agh... - el goblin agachó la cabeza. Bueno, pensó, era bastante probable que jamás tuviera que desembolsar tal cantidad – Muy bien, como digas.
- Nos tendrás aquí mañana al alba. Ten el oro preparado.
Sin esperar contestación por parte del goblin, la elfa salió de la sala y se dispuso a atravesar el laberinto de pasillos que daban - no todos - a la calle. Maldecía las edificaciones goblins. Igual hasta no conseguían estar allí al día siguiente, porque se perdían por el camino.
Si había un buen lugar par encontrar gente sin nada que perder, esa era Booty Bay. La elfa se dirigió a una de las tabernas, segura de que a esas horas de la tarde se encontraría con unos conocidos suyos.
- ¡Así me gusta, buen alcohol y buenas mujeres! - Al entrar fue recibida por los berridos del más corpulento de los tres humanos que había en la única mesa ocupada del local - Ven aquí y deléitanos con tu cuerpo, elfa!
- Ya estás borracho - No era una pregunta. Cogió una silla de la mesa contigua y se sentó con ellos - ¿Qué tal os va?
- No te hagas la simpática, Ónice. ¿Qué quieres?
- A mi me encantaría que quisiera chuparme la polla y que luego se la metier... - no pudo acabar la frase. Con un solo gesto, la mujer le sujetó la cabeza a la altura de la nuca y le golpeó la frente contra la mesa con toda la fuerza que le permitió su brazo, que era bastante. A ninguno de sus dos amigos pareció importarles que lo hubiera dejado inconsciente.
- He encontrado un trabajo - siguió hablando como si no hubiera pasado nada - Es peligroso, pero pagan bien.
- ¿Cuánto de bien?
- Quinientas piezas de oro
- Joooder - de repente los hombres volcaron todo su interés en la conversación
- Por ese dinero yo me iba en calzones a la mismísima guarida de Onyxia!
- No vas desencaminado...
- ¿De qué se trata?
- Black Rock. Un goblin quiere un huevo de uno de los criaderos bajo la montaña.
- ¿Estás de coña? - al ver que la elfa permanecía seria, el hombre que había hablado se comenzó a enfadar - ¿Pero estás chalada o que te pasa?
- Seremos vosotros tres, mas cuatro a elección de Herumir y tuya, además de mi. Saldremos mañana al ponerse el sol.
- Quieres que nos metamos en un criadero de huevos de dragón, y que robemos uno? Me parece genial que tú quieras ir, pero no esperes que te sigamos!
- No debería ser demasiado difícil, si somos rápidos. Hay un criadero en el primer nivel, tengo entendido. Quizá un dragonkin o dos, no creo que más.
- Me estás escuchando, Ónice? - el llamado Herumir se estaba enfadando – Yo no pienso ir a ninguna parte!
- Según tengo entendido - la mujer adaptó un tono indiferente, a la vez que miró a Herumir a los ojos - 'alguien' te busca por moroso... y no parará hasta tener bien tu dinero, bien tu cabeza en un tarro. Qué opinas tú al respecto, Heru? - el hombre se puso rojo, pero no contestó - Y a ti, Forsvik... – sonrió sarcástica – a ti no necesito convencerte, verdad?
- Bromeas? Mataría por ver un criadero de dragón por dentro! - era el único que mostraba entusiasmo. Herumir le fulminó con la mirada.
- Hecho entonces. Mañana al alba os espero a todos frente a la posada. Nos darán el primer pago, doscientas de oro, y tendréis todo el día para gastarlos. A la caída del sol nos veremos en el muelle. Alquilaremos unos grifos y volaremos hacia Searing Gorge. Si tenéis problemas para reclutar al resto hablad con Ghormenghast, seguro que él sabe de alguien que esté dispuesto a acompañarnos.
La mujer se levantó de la mesa y salió de la taberna, dejando a los dos hombres inmersos en una acalorada conversación sobre si habría o no perdido la razón.
El día siguiente se le hizo muy largo a la elfa. Sus compañeros no la habían defraudado, y al alba se encontró en la puerta de la posada con un grupo de cuatro humanos, dos enanos llenos de cicatrices, y un gnomo borracho - el propio Ghormenghast – que se les había unido afirmando que sin él no durarían vivos ni medio minuto. No intercambiaron muchas palabras, y tras recibir el pago del goblin, cada uno se fue a tratar sus propios asuntos hasta el ocaso. Tras la comida, ella optó por pasear un rato por los muelles.
Este podía ser su último trabajo como mercenaria, se dijo. Hasta ahora, vendiendo sus servicios apenas sí conseguía dinero suficiente para comer cada día, pero después de esto tendría lo suficiente para...
"Para qué. ¿para encontrarle?". Llevaba sin pensar en él bastante tiempo. Si bien se hizo mercenaria para poder terminar su viaje, ese medio se había convertido en un fin en sí mismo. Encontraba un placer inmenso en descargar su dolor sobre un puñado de desconocidos. Era como un sedante. Hacer daño a los demás parecía hacer disminuir su sufrimiento. Y sobre todo, el tener que preocuparse por mantenerse viva hacía que tuviera muy poco tiempo para pensar. Pero ahora, caminando entre los barcos atracados en el muelle, con el sol de la tarde brillando cada vez más tenue, empezó a hacerlo. Y no le gustó en absoluto lo que pensó.
- Hace una bonita tarde para pasear, verdad, hermana?
La elfa se giró, asustada, y vio a un elfo, vestido con la túnica de sacerdote de Elune, mirándola.
- Perdona. Te he asustado?
- No. Solo... Estaba pensando en mis cosas. No te he oído acercarte.
- Bien - se acercó a ella. Era alto hasta para ser un elfo, con el atlético cuerpo de los de su raza bien desarrollado, y un hermoso rostro en el que se podía ver bondad fuera cual fuese su estado de ánimo - No te encuentras bien?
- No. Es decir, sí. Es decir... - sacudió la cabeza - Me encuentro bien, gracias.
- No lo creo
- Cómo dices?
- Te he encontrado por el rastro de sangre que vas dejando al caminar - la mujer se miró las manos y luego el suelo, desconcertada - Tu alma está gravemente herida.
“Ah, el alma. Ya me había olvidado de cuánto nos gusta a los elfos eso del rollo místico...”.
- Eres la primera sacerdotisa de Elune que conozco que se hace mercenaria. No somos de naturaleza violenta. No desearías dejarlo?
- Amrod, por favor, no sigas por ahí. Además, no lo hago por gusto. Solo estoy consiguiendo dinero para poder seguir viajando.
- Y cuando tengas el dinero para seguir caminando, a donde te llevarán tus pasos?
La mujer le miró a los ojos. Unos hermosos ojos para un hermoso rostro. Ya le había ofrecido antes pagarle el viaje de retorno a Darnassus, con él, para volver al Templo y "ser" sacerdotisa.
- Muchos hermanos desaparecen del templo y vuelven al cabo, y ni se les aplica castigo alguno ni se les hace preguntas. Podrías volver y comenzar de nuevo, desde cero.
Pero su alma no podía volver a empezar. Estaba demasiado herida como para poder olvidar sin más.
- No voy a volver a Kalimdor. Sabes que no puedo.
- Qué te lo impide?
- Yo me lo impido. Puede que vosotros me perdonéis, pero no es vuestro perdón lo que busco.
Los dos callaron. Ella le miraba a él, y él miraba el mar. Así permanecieron un par de minutos.
- No deberías seguir con esto.
- Ya me lo dijiste una vez.
- Antes lo único que tenía eran mis palabras para convencerte. Ahora que se cumplieron mis augurios, acaso no piensas cambiar de idea?
Los ojos de la elfa se llenaron de lágrimas. Recordó a ese mismo Amrod hablándole a una enamoradiza adolescente. "Los humanos no entienden el amor como nosotros, Ónice. Ese hombre no te traerá más que sufrimiento"
Y había estado en lo cierto. O acaso no la había cambiado por otra a la mínima de cambio? Por alguien que sí entendiera el amor como él, por una humana?
- Llevo demasiado tiempo buscando - dijo, apretando los párpados para impedir que se le escaparan las lágrimas - Si no fuera capaz de terminarlo, todo esto no habría servido de nada. Todos estos años no habrían tenido ningún sentido.
- Pero el futuro podría compensarte por tanto dolor.
- El futuro ya no puede darme nada.
Amrod tenía razón, pensó la elfa. Siempre la había tenido: Cuando le guardó el secreto de su amistad con el humano, y se las arregló para que aquel caballero enviado a Darnassus tuviera que quedarse indefinidamente en la ciudad. Cuando le advirtió sobre trabar amistad con su joven escudero. Cuando dejó que llorara en su hombro tras la partida de caballero y escudero. Cuando facilitó la correspondencia entre ella y el humano. Cuando encubrió su huída para buscarle...
Y ahora, años después, tras un encuentro que Amrod aseguraba ser casual, pero que ella dudaba mucho que lo fuera, volvía a tener razón.
- Nunca te he hecho caso, Amrod. Y a estas alturas no voy a cambiar - Sonrió con tristeza. Él le devolvió la sonrisa.
- Ten presente que siempre puedes volver. Entregarte a la Diosa puede curar todas tus heridas.
- No lo dudo.
El siguiente silencio duró mucho más que el primero. Al fin, con la voz rota por el dolor, la elfa habló.
- Solo necesito verle. Saber que está bien. Que esa mujer que le acompaña le hace feliz...
- Y también esperas que al verte se de cuenta de que jamás ha amado a nadie más que a ti, y vuelva corriendo a tus brazos.
Ella le miró con algo parecido a la indignación en sus ojos.
- No tienes ni idea de lo que quiero, Amrod. Y de todos modos, dista bastante de lo que espero encontrar.
Él no dijo nada. La miró en silencio, sintiendo no poder hacer nada para aplacar su dolor.
- Tengo que hacerlo, Amrod. Compréndeme, por favor. Y perdóname.
El elfo se acercó a ella, puso las manos sobre sus hombros, y le dio un beso en la frente.
- Te comprendo mejor de lo que tú llegarás a comprenderte nunca. Y si bien no hay nada que perdonar, tienes mi perdón. Que Elune guíe tus pasos, hermana, y te lleve por fin al lugar donde puedas descansar y sanar de tus heridas.
La elfa se quedó quieta, viendo en silencio como Amrod se separaba de ella y se alejaba por el muelle hasta perderle de vista. Sentía aquel dolor en su pecho con tal fuerza, que solo respirar ya era una tortura. Así, parada en mitad de las tablas del embarcadero, mirando al vacío, luchando contra el dolor, permaneció un largo rato. No hizo ningún movimiento, pero en algún momento le debieron fallar las piernas, porque de pronto se vio de rodillas sobre los tablones del embarcadero. Allí se quedó quieta, ignorada por los transeuntes e ignorándolos de igual manera, hasta que el sol comenzó a descender por el horizonte.

Capítulo 1

Había un gran revuelo fuera de la posada. Montones de borrachos sin nada mejor que hacer se dedicaban a pelear entre ellos, bien compitiendo por las "damiselas" que poblaban la aldea, bien por el puro placer de la violencia sin control. Se les oía como si estuvieran ya no dentro de la posada, sino en la propia cabeza de la elfa. Hubo un momento en el que casi se asustó, cuando uno de los borrachos corrió a refugiarse en el comedor, con sus perseguidores tras él. No era precisamente miedo a los alborotadores, pero ya bastante llamaba la atención, y no le apetecía verse metida en mitad de una pelea de borrachos cachondos. De hecho, ella misma comenzaba a sentirse algo borracha. Miró su tercera jarra de ron, a medio terminar, y suspiró. Según cómo se sentía, le hubiera gustado acabar con todas las existencias de alcohol de Goldshire (cantidad nada desdeñable), pero llevaba demasiado tiempo sin probar el alcohol, y esta vez se había excedido. Se levantó de la barra, y se dirigió dando tumbos a la planta superior, donde estaban las habitaciones. Todas las miradas se centraron en ella, algunas con sorpresa, muchas con desdén, unas pocas con lascivia. La mayoría de las elfas - y de mujeres de cualquier raza, en general - que frecuentaban Goldshire se dedicaban al "comercio de carne", así que nadie debería haberse sorprendido de verla... pero las prostitutas no vestían como iba ella en aquel momento. Tenía que haberlo previsto, pensó. Tenía que haberse vestido de una forma un poco más discreta. Tenía otra ropa. Entonces, por qué se había tenido que dejar puesta la túnica de sacerdotisa para bajar al comedor? Con sus pantalones de viaje habría bastado, estas eran tierras de los humanos, no había nada a lo que temer.
Entró en el cuchitril que le habían alquilado por habitación, con una cama tan diminuta que no habría podido contener ni el volumen de un niño humano. Además de la cama, en la sala solo había una silla y una mesita, junto a una ventana que daba a la plaza de la aldea. La elfa se sentó en la silla y se puso a mirar hacia la calle, a la pelea que estaba teniendo lugar justo en aquel momento en la plaza. Se sentía triste, hastiada, decepcionada. No hacía tanto que duraba su búsqueda, pero al vivir rodeada de humanos estaba empezando a percibir el tiempo como ellos. Aquello estaba durando demasiado tiempo para su gusto, y dando muy pocos resultados. Un rumor falso por aquí, un testigo borracho por allá... Había recorrido todo Kalimdor, y ya llevaba la mitad de Azeroth. Se le había acabado el dinero hacía tiempo, y tenía que conseguirlo vendiendo sus servicios como mercenaria. Pese a que todos sus informadores habían apuntado a las Tierras de la Plaga, su siguiente trabajo la llevaría hacia el Sur. Y además, no le hacía ni pizca de gracia dirigirse al Norte. Los No Muertos la perturbaban tanto como la corrupción de su amada Tierra.
Y para colmo estaba esa paladina. Los últimos rumores hablaban de una atractiva mujer que iba siempre con él, y que había desatado su furia vengadora contra los No Muertos de la Plaga...
Se levantó de golpe, tirando la silla y empujando la mesa hacia un lado. Se acercó a la cama, y ahí, junto al petate con sus pertenencias, dejó hombreras, guantes y capa. Recogió su bastón y se lo sujetó en el cinturón, a su espalda, y se recogió la larga melena blanca, apartándosela de la cara. Abrió la puerta de su habitación y bajó las escaleras, más por efecto de la gravedad que de sus movimientos.
Se resistía a creerlo, pero ahí estaban todas las pruebas. Por primera vez, toda la información que le llegaba coincidía: Iba acompañado de una paladina tan fanática como atractiva, de la cual no se separaba ni a la hora de dormir...
Le pegó un puñetazo a la pared mientras bajaba las escaleras. Eso explicaría por qué no se habían encontrado aún, por qué él no la había buscado, aunque ella no hubiera parado de intentar encontrarlo durante tanto tiempo.
Pero no podía creerlo.
Atravesó el comedor hecha una furia, haciendo caso omiso - de nuevo - de las miradas, y salió del edificio. El alcohol la había inflamado; necesitaba descargar adrenalina, y estaba en el lugar adecuado para ello.
Tenía su lógica, pensó mientras se colocaba en mitad de la plaza, entre dos de los muchos borrachos que la poblaban, y blandía su vara. Eran de razas distintas. Y ellos llevaban sin verse demasiado tiempo.
- Eh, cuidado! - Un humano, curiosamente sobrio, la agarró del brazo y la echó a un lado, evitando que la embistiera uno de los alborotadores en su camino hacia su contrincante. - Deberías tener más cuidado - La acercó hacia sí - Te has librado de una buena... - como su cabeza quedaba justo a la altura del pecho de ella, lo miró fijamente, como si allí tuviera los ojos.
Sorprendida, la elfa se fijó en el hombre que la abrazaba. No era alto ni para ser humano, pero tenía una ancha espalda, y la sujetaba con suficiente fuerza como para que se sintiera impresionada.
- ¿Cómo te llamas? - le preguntó el hombre, mirándola a los ojos y colocando la palma de su mano sobre su vientre. A la elfa le vinieron arcadas al sentir el contacto de su piel, y se lanzó hacia atrás casi instintivamente – Pero qué te suced... - No pudo terminar la frase. La elfa le propinó un puñetazo en un lado de la cabeza, y se alejó de él.
La ira, ayudada por el alcohol, se adueñó totalmente de ella. Volvió al centro de la plaza, pero esta vez no esperó a que alguien se lanzara contra ella. Esquivó un mazazo perdido de un enano ebrio, y le rompió la mandíbula de un bastonazo. Al echarse hacia atras tras el ataque, oyó los gritos del contrincante del enano, insultándola. Se volvió justo a tiempo para evitar una espada que iba directa a su cuello, se agachó, y le propinó un codazo en el vientre a un humano gordinflón. Saltó hacia un lado, pero antes de poder incorporarse del todo una daga le alcanzó en el costado. Giró en redondo, y le abrió la cabeza al enano que había empuñado la daga. Antes de que pudiera reaccionar, un mandoble cayó sobre ella. Lo paró con la vara, desviándolo hacia un lado, y lanzó todo el peso de su cuerpo contra un tercer enano, haciendo que los dos cayeran al suelo. Rodando, se separó del guerrero y logró incorporarse, para recibir un mazazo en un lado de la cabeza que la devolvió al suelo. No había podido ni coger aire cuando la maza se descargó contra su estómago. Se echó a un lado justo a tiempo, y el arma solo le rozó el costado. Se incorporó sobre las rodillas, y le clavó el extremo de la vara en el estómago al atacante. Logró levantarse, pero un pinchazo en el costado la hizo doblarse... justo a tiempo para esquivar una flecha que iba directa a su frente. Levantó la cabeza, que le daba vueltas tras el mazazo recibido, y vio al humano que la había abrazado blandir su maza y lanzarse al campo de batalla. Por el rabillo de ojo vio venir un golpe de espada, que logró esquivar por muy poco, y paró con la vara otra estocada. Ya no veía quién empuñaba las armas, ni oía los gritos de la pelea. Solo veía golpes dirigidos contra ella. El costado le ardía, y la cabeza le palpitaba al ritmo de su respiración. No logró esquivar un mazazo, que le dio en el hombro derecho, y le hizo soltar la vara. Vio la maza que la había desarmado levantarse en el aire y bajar sobre su cabeza. Incapaz de moverse por el dolor, cerró los ojos y recitó un hechizo, el primero que se le vino a la cabeza.
Una bola de luz negra se formó alrededor de la elfa y provocó una explosión que lanzó por el aire a todos los hombres que la rodeaban. El hechizo no levantó polvo en la explanada, así que todos pudieron ver cómo la mujer caía al suelo, inconsciente, justo tras terminar de recitar el conjuro.
La elfa abrió los ojos, y vio el tejado de una habitación, lacado de blanco y lleno de manchas de humedad. La vista se le nubló un instante, pero logró enfocarla. Se llevó una mano a la frente, y la notó húmeda.
- Te encuentras bien? - oyó una voz de hombre a su derecha. Giró la cabeza, que comenzó a darle vueltas, y vio la figura desenfocada de un humano sentado junto a la cama donde ella yacía. No sabía quien era, y tampoco tenía intención de averiguarlo. Intentó incorporarse en la cama, pero al hacerlo un intenso dolor en el costado le cortó la respiración.
- No podrás levantarte después de la paliza que te han dado, así que no lo intentes - la voz del hombre no sonaba preocupada. La elfa se acordó de cómo había llegado allí, y se sintió estúpida. No debería haber bebido, había acabado como todos esos borrachos de mierda que solo venían a Goldshire buscando placer...
- Creo que yo he pateado más culos de los que me han pateado a mi - contestó, y se apoyó en un codo para girarse hacia el humano, medio incorporándose. Dobló las rodillas y no notó dolor, así que apartó con los pies la sábana que la cubría, y sacó las piernas de la cama. Su peso hizo que se levantara sin necesidad de forzar el estómago. Miró al hombre a la cara, pero no consiguió enfocar sus rasgos.
- Has tenido suerte de que hubiera alguien sobrio por la zona, elfa. - Aunque no podía ver claramente su cara, supuso que estaba sonriendo - Y de que ese alguien pudiera curar tus heridas.
Como no era capaz de sacar nada en claro de su cara, bajó la vista al cuerpo del hombre. Era enormemente ancho de espalda para ser humano, pero aparte de eso, nada más le llamó la atención. Además, viéndole tan desenfocado, bastante que podía darse cuenta de su tamaño.
- Fuiste tu quien me curó? - Volvió a ver lo que parecía una sonrisa en el rostro del hombre - Supongo que te tendré que dar las gracias - Se apoyó con los brazos en el borde de la cama e intentó levantarse, sin éxito. El humano se levantó y la sujetó por los hombros para evitar que se cayera al suelo.
- Te he comentado que no podrías levantarte? - Con un gesto firme, sentó de nuevo a la elfa en la cama, y volvió a sentarse él. - Me vas a decir tu nombre ahora?
Ah, el hombre de la plaza. el que la había abrazado.
- Estoy bien, no tienes por qué preocuparte, humano - tiñó la frase con un tono de desdén, que supuso suficiente como para dejar claro que no quería que la volviera a tocar. Se llevó las manos al costado, y recitó un conjuro. Cuando la luz azul desapareció de entre sus dedos, también lo hizo el dolor. - Si has sido tú quien me has curado, no lo has hecho demasiado bien. - Se volvió a levantar, y esta vez solo sintió un ligero mareo. Igual era debido al alcohol que había tomado.
- Deberás disculpar mi ineptitud con la magia curativa, aún estoy bastante verde. - el humano se levantó y se acercó a la pared, de donde cogió algo, y volvió a colocarse junto a ella - Esto es tuyo.
A duras penas la elfa enfocó la mirada en el trozo de tela que le ofrecía el humano, y reconoció en él su túnica. Justo en ese momento se dio cuenta de que estaba desnuda.
- Ah - le quitó la túnica de un tirón al hombre, y se tapó con ella. Habría matado por saber dónde había estado mirando el humano todo ese rato, pero solo veía brumas. Como él no se daba la vuelta lo hizo ella, y con toda la fluidez que le permitieron sus embotados sentidos se deslizó la prenda por la cabeza y se ajustó la falda a la cadera. Al volverse de nuevo, volvió a sentir que la cabeza le daba vueltas.
- Eres paladín? - la pregunta le salió de los labios antes de que pudiera pensar en lo que estaba diciendo. Notó que el hombre se encogía de hombros
- Lo intento al menos. - su tono se tiñó de una especie de anhelo - Pero aún no puedo llamarme así.
- Ajá - Se colocó los hombros y las mangas de la túnica, y paseó la vista por la habitación - que claramente no era la de la posada - por si había otra prenda de ropa suya por allí.
- Pero conoces más paladines? - No debía hacer esto. No debía hacerlo
- Si, a algunos - El hombre cogió algo de encima de la mesa, un bulto informe que resultaron ser su cinturón y sus brazales, y se los tendió. Ella los cogió con el mismo gesto violento, y se los ciñó en la cadera y las muñecas.
- Me das mi vara? - No debía preguntarlo. No debía. La respuesta sólo le iba a hacer daño. Cuando el humano volvía con un palo largo con una piedra engastada en el extremo, que no logró identificar como su vara pero que debía serlo, lo agarró y se lo intentó - sin éxito - ceñir a la cadera. El humano le cogió la vara, y colocó los cierres del cinturón alrededor de ella. Al retirar la mano, volvió a rozarle el vientre. - Y a uno llamado Damodar Brightblade?
Él levantó la cabeza - Pues sí, le conozco - De nuevo habría matado por haber podido enfocar la vista en su cara - Es bastante popular. De hecho, tengo que encontrarme con él.
La elfa sintió de pronto una bola en el estómago. Le fallaron las piernas, y estuvo a punto de caer al suelo. Con toda la indiferencia que pudo, que hasta ella se dio cuenta de que era bien poca, preguntó.
- Y por qué le buscas?
- Correo de La Argent Dawn. - Ladeó la cabeza - Confidencial. No puedo decir más.
- Vaya, así que eres mensajero. Y sabes dónde encontrarle, o estás dando palos de ciego?
- Por qué quieres saber el paradero de un humano, elfa? - había curiosidad en su voz.
- Tampoco te interesa saberlo. Me lo dirás o no?
El humano cayó un par de segundos, miró hacia abajo, y se sentó de nuevo en la silla
- Está al Norte, en las Tierras de la Plaga. No sé exactamente dónde, se mueve constantemente. Pero teniendo en cuenta el revuelo que esos dos montan por donde pasan, no debería ser difícil dar con ellos.
La elfa hizo caso omiso del plural que había usado el humano en su frase.
- Ajá. Gracias. - Localizó la puerta entre la bruma que lo rodeaba todo, y se dirigió hacia ella. Pero justo antes de coger el picaporte, se dio la vuelta - Le conoces personalmente?
- Tuve esa suerte. En uno de los recientes concilios que tuvimos la Cruzada Escarlata. Gracias a su dedicación supe que mi futuro era entregarme a la Luz.
- ¿Cuándo le conociste? - Ya que había llegado hasta allí, qué más daba exponerse un poco más? Total, seguramente no volvería a ver a este humano en toda su vida, y si él daba con su Paladín, quizá le hablara de ella.
- Hace poco. Quizá un año.
- Ya veo - miró hacia la ventana. Se dio cuenta en aquel momento de que se no oía ningún grito proveniente de la calle. Respiró hondo para hacer la siguiente pregunta - Y de qué hablasteis?
- No mencionó a ninguna elfa de melena blanca, si es a eso a lo que te refieres - Ella sintió un puñetazo en el estómago, donde había recibido la puñalada - Pero eso no quiere decir nada. No hablamos de amores, precisamente
A la elfa le comenzaron a arder los ojos. Aquello no quería decir nada, pensó. Dos paladines hablando de la Luz y de todas esas estupideces. Además, en la Argent Dawn no estaba bien visto que un paladín tuviera por pareja a una elfa, por muy sacerdotisa que fuera.
- Soy Sacerdotisa de Elune, no una amante despechada. No pienses lo que no es - soltó, con demasiada ira en la voz como para que sonara convincente.
- También eres un mensajero?
- Exacto - La imagen de una humana le vino a la cabeza. Era guapa hasta para los cánones élficos: Tenía una melena lisa y blanca que le llebaba hasta los hombros, y un rostro dulce e inteligente. Y esa figura llena de curvas que tienen las humanas atractivas, y que una elfa jamás llegará a tener. La cabeza comenzó a darle vueltas de nuevo, y el escozor de sus ojos comenzó a convertirse en humedad. Se volvió hacia la puerta, y salió de la habitación todo lo rápido que le permitió su mareo. Miró a su alrededor, y vio unas escaleras de bajada. En la planta de abajo vio una puerta grande de madera que supuso daba a la calle, la franqueó, ignorando al humano que la seguía, y se quedó plantada ahí mismo, deslumbrada por la luz del sol.
El humano le cogió los antebrazos desde atrás, casi con dulzura, y se le acercó, pegando su torso a la espalda de ella.
- No deberías caminar tan pronto. Quédate aquí descansando, aunque solo sea unas horas. Y come algo. Te sentará bien.
La sujetaba con la suficiente fuerza, y ella estaba lo suficientemente mareada, como para que no quisiera intentar soltarse de su abrazo. El calor de él le llegó a la espalda a través de la tela que les separaba, y le recordó el calor de otro. Cerró los ojos, intentando con toda su alma que las lágrimas no se le escaparan.
- Aún no me has dicho tu nombre, elfa - notó su aliento, cálido y suave, en su hombro. Le vinieron a la cabeza otro lugar y otro tiempo.
Soltó una de las manos, y se la puso sobre el hombro. Ella adivinó que de haber llegado, le habría acariciado el pelo. Como solía hacer él.
- No creo que te importe, humano - con un tirón se soltó de su abrazo, y se le encaró. Dos lágrimas le resbalaron por las mejillas, pero no se atrevió a limpiarse la cara. Permaneció inmóvil, mirando desde arriba al insolente que se atrevía a hacerla llorar, y deseando con toda su alma poder decir algo hiriente. Pero no se le ocurrió nada.
- Tienes razón - la desenfocada figura del humano agachó la cabeza, y se llevó una mano al cuello. La elfa se fijó en que debía ser bastante joven. - No debería ser tan insolente - cogió un pañuelo de su bolsillo, y se lo tendió. Ella no lo aceptó. - Pero tu no deberías ser tan testaruda.
De un tirón, la elfa le arrancó el pañuelo de las manos.
- No creo que quieras que seamos compañeros de viaje, pero ya que tenemos destino común...
- Crees bien - Ahora que había empezado a llorar, no podía parar. Cada vez tenía la vista más nublada.
- Ya – el humano pareció entender que la elfa quería marcharse de allí cuanto antes – La casa está un poco apartada de la aldea. Toma la bifurcación de la izquierda, y luego sigue los gritos. No tiene pérdida. - Levantó el brazo en gesto de despedida - Un placer conocerte, elfa, que tengas suerte en tu búsqueda.
Y se volvió para entrar en la casa.
- Ónice
- Perdón? - el humano se giró hacia la elfa, no muy seguro de si le había oído decir algo.
- Me llamo Ónice. Ónice Starbreeze - La elfa seguía llorando. Había desistido de limpiarse la cara, que tenía surcada de lágrimas y retorcida en un gesto de dolor - Muchas gracias por todo - hizo una reverencia - Que Elune guíe tus pasos
Y se alejó por el camino, en dirección a Goldshire. El humano se la quedó mirando mientras se perdía de vista entre los árboles, con una ternura en los ojos que no los había abandonado desde que la elfa se despertara, pero que ella, debido a su mareo, no había sido capaz de ver. Luego, tras musitar una oración por ella, volvió a entrar en la casa, y cerró la puerta tras de sí.

Prólogo

Ónice no era más que una niña cuando su ciudad natal fue invadida por la Legión Ardiente.

Aunque entonces ella no sabía mucho sobre quiénes eran aquellos seres monstruosos que debastaron gran parte del bosque al que llamaba hogar, y les robaron la inmortalidad a los de su raza, llegó a conocerlos muy bien.
A su hermana la habían trasladado a Moonglade, una fortaleza en mitad del continente, unos pocos años antes del ataque. Tanto ella como su hermana mayor habían dado muestras de talento con la magia natural y divina a muy temprana edad, y los druidas pronto reclamaron a la joven pupila. Ella prefirió quedarse, y convertirse en sacerdotisa de Elune. En el Templo de Ashenvale se inició como estudiante, y demostró una habilidad comparable a la de sacerdotes siglos mayores que ella. Su sensibilidad para con la naturaleza y la Diosa era tal, que podía sentir hasta el más mínimo cambio en los bosques en los que vivía. Precisamente, cuando los orcos comenzaron a deforestar el Sudeste de Ashenvale, fue ella la primera en sentirlo.
¿Pero quién hace caso a una niña, por muy prometedora que sea como pupila?

Cuando los demonios y los orcos infectados de la sangre de Manoroth invadieron Ashenvale, más de la mitad de los habitantes murieron. Los Kal'Dorei eran seres poderosos, pero aquellos seres enloquecidos e infectos tenían tal sed de sangre que podían compararse a las abominaciones que luchaban de su lado.

Sus padres perecieron en la lucha, al igual que la inmensa mayoría de los mayores, para poder asegurar la huída de los más jóvenes, los que aún no tenían edad para luchar, a Moonglade. Ni los demonios más poderosos lograron entrar ahí, si bien el monte Hyjal y su Árbol del Mundo, Nordrassil, no corrieron la misma suerte. Era precísamente ese árbol, lo que quedaba del Pozo de Eternidad, el que les otorgaba la inmortalidad a los Kal'Dorei, lo que buscaba Archimonde. El mayor don que poseían fue lo que probocó su caída.

Ónice estuvo postrada en cama durante toda la guerra, y su salud nunca volvió a ser la misma tras el conflicto. La tierra abrasada, los congéneres muertos, le herían el alma hasta el punto de que el dolor se manifestaba físicamente, aún cuando Ashenvale quedaba a millas de distancia. Cuando los Kal'Dorei, en un intento por recuperar su perdida inmortalidad, plantaron Aldrassil en la costa Norte de Kalimdor, ella se trasladó a la ciudad que se construyó en su copa, lo más lejos posible de la corrupción. Aunque Elune se había retirado del mundo tras la muerte de su hijo, durante la guerra, los Kal'Dorei continuaron con el culto a la Diosa, si bien la incertidumbre de si sería capaz de escucharles hizo que muchos de ellos dejaran de adorarla. Ónice ingresó como aprendiza en el Templo que se erigió en la ciudad sobre Aldrassil, que pasó a ser la capital, al estar la mayor parte de su antiguo hogar destruído y corrupto. Ahí, durante un breve periodo de dos años, pudo centrarse en sus estudios de magia divina y vivir en paz.

Pero la aberración que habían cometido los Kal'Dorei al plantar Aldrassil hizo que el Árbol pronto empezase a corromperse, y pronto las especies animales que vivían sobre él comenzaron a enloquecer y volverse impredecibles, atacandose entre ellos y a los propios elfos. Las plantas comenzaron a brotar enfermas, y nuevas especies nocivas para el Árbol proliferaron en su copa.

Ónice, que había sido una niña alegre y dotada para la magia, sin haber llegado aún a la edad adulta se volvió taciturna y poco habladora, y el tiempo que no pasaba en el Templo estaba sumida en ensoñaciones, sentada en los canales de la ciudad mirando al vacío, alejándose lo más posible del sufrimiento de la naturaleza, que tanto daño le hacía.

No era una niña normal, y eso lo sabían todos los que habían tratado con ella alguna vez. Pese a seguir siendo notable en el uso de la magia divina, nada parecía motivarla, nada la entusiasmaba, no conseguían sacarla del estado de sopor en el que se había instalado poco después de llegar a Aldrassil. Y nadie sabía nunca qué estaría pensando, si es que pensaba en algo.

Hasta que llegó él.
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